Créeme si te digo que hacer todos los fines de semana 600 km de ida a Pontevedra y otros 600 km de vuelta a Madrid no es tan horrible como te imaginas.
Si te gusta la variedad, como a mí, puedes ir cambiando de medio de transporte. Puedes ir en avión a Vigo o a Santiago; en tren hasta Pontevedra, tanto de día en el rápido de siete horas como de noche en el tren-hotel; y, si tienes coche, también puedes ir conduciendo que es lo más barato y lo más flexible, pero muy cansado.
Como te imaginarás, lo más práctico es el avión y como persona sensata que eres, pensarás que se pierde menos tiempo, pero no es verdad. Cuando cojo el avión, entre tratar de no perder las botas al pasar el control de seguridad, y pescar un buen sitio en la cola para que no me facturen la maleta porque Ryanair, ese día, no tiene sitio en cabina, tiro las tres horas directamente a la basura. Nada reseñable que contar de esos viajes. Los de tren o los de coche suelen ser más largos, pero también más productivos.
A lo mejor me entiendes si te digo que la rutina diaria no me deja mucho tiempo para la magia. De lunes a viernes soy literalmente secuestrada por el trabajo, en el que trato de ser una persona responsable y motivada que, tras muchas horas, se queda sin energía para absolutamente nada más. Cuando cierro la puerta de clase, del laboratorio, o del despacho, en vez de encontrarme con mi mundo, mi “otro” mundo lleno de intereses no profesionales, me encuentro con que las pocas horas que tengo por delante, me muevo como un espectro hasta que consigo acostarme (cada vez más pronto, cada vez más Balzac en mis horarios de sueño, creo que de tan alondra que soy, me parecería perfecto acostarme a las 8 pm y levantarme a las 4 am). Si a ti te pasa en el día a día lo mismo que a mí, sí tú también eres abducido por la exigencia de tu trabajo, me entenderás cuando te digo que me encanta perder siete horas en un tren o en un coche.
A Lalín y a Santiago sé que has venido. No sé si has venido alguna vez en tren-hotel a la ciudad que ha declarado non-grato a uno de sus hijos más exitosos. El tren-hotel es un mundo aparte, carrinclón y muy gallego. Pasar la noche en una habitación con otras tres mujeres desconocidas tiene su morbo y sí que da juego, sí: mujeres que hablan con sus recientes y excitados novios a las 2 am, sin importarles nada que haya otras seis orejas escuchando su tórrida conversación; hombres que han bebido más de la cuenta y, los pobres, se equivocan de departamento e intentan entrar al nuestro en el que, casualmente, hay una joven preciosa a la que han visto antes en la cafetería; madres e hijas que, rotas por algún lado, tienen tratamientos semanales en los hospitales de Madrid; jóvenes que se desnudan para dormir y también para estar a gusto cuando llenan un vaso de agua; señoras no tan jóvenes que se escandalizan de la desnudez…Sí, el tren-hotel da mucho juego. Pero como muy bien sabes, hoy no tengo tiempo de hablar de esto, hoy te quiero hablar de lo que hemos compartido tú y yo. O más bien tú, Rubén, Rosa, Sergio, Guillermo, JF, Julio, Rodrigo, Manuel y yo. Todos juntos en mi coche. Te acordarás de que estuvimos juntos de 2 pm a 8 pm el sábado, y de 4 am a 10 am el lunes. Y os noté cómodos todo el rato, mi coche es bastante grande.
No sé si lo llegamos a hablar, pero yo nunca he sido muy de radio. Tampoco mucho de televisión. No he tenido tiempo. Todo lo que alimenta esa otra parte de mí, la no eficiente, la consumo cuando puedo, a salto de mata, y casi nunca a tiempo real. Pero para estar en coche muchas horas, he descubierto (como ves no se me escapa nada) que no hay nada mejor que la radio. Pero no me gusta cualquier programa. No me gustan los magazines: no me gusta la gente que llama, no me gustan los programas de cocina, ni los chistes escatológicos, ni me gusta escuchar a tertulianos gritando tratando de encontrar su sitio. Para que no me chirríen los oídos me gusta poder escoger el menú: a ver, de primero, libros; de segundo, cine y de postre, música y series (aunque a veces toque La mujer de mi vida; qué gamberro es este Manuel). Lo intenté con El séptimo cielo pero solo me gustó cuando Víctor Erice le pegó dos guantazos radiofónicos a su locutor. Lo intenté con Cowboys de Medianoche. Pero lo que la hermana de Maureen O´Hara le decía a su mejor amiga sobre el último novio, no consiguió interesarme nada. Fíjate tú que yo pensaba que me iba a parecer soporífero por erudito y por académico, pero resulta que se parecía mucho a (lo que debe ser) un Sálvame de lux, pero del lux de cine clásico. Todo muy renacido, digo… revenido.
Así que cuando me dijeron: “¿Has escuchado La Cultureta de Carlos Alsina?” no es que me volviese loca de expectación precisamente. Y sí, Carlos, es verdad que tú me gustabas ya antes, antes incluso que con tu “otro programa”. Tu Brújula me parecía bien nortada. Pero la actualidad y la economía, tengo que reconocerlo, no están entre mis principales intereses. Así que cuando de noche en el coche, os pusisteis a hablar de THE WIRE, de La gran belleza (ay, Carlos, qué dolor que no te guste), de Roald Dahl, de Manuel Chaves Nogales, de Thackeray, de Hitchcock, de Malick (¡ay, Carlos, qué dolor!) no podía evitar empezar a mezclar vuestras conversaciones con mis recuerdos: como aquella vez que fui a la filmoteca con mi padre a ver El Tercer Hombre, su película fetiche; o aquella otra en la que en Navidades decidimos sustituir los habituales villancicos por George Brassens y a los enanos de la casa les pareció mucho más bailable que Blanca Navidad (¡donde va a parar!).
Pero, claro, no podía dejar volar mi mente con plena libertad. Por un lado, como te imaginarás, temía que Moretti os descubriese y os cerrase el chiringuito. Y por otro, tenía que estar muy atenta a la conducción, la carretera de Tenorio a Carballiño está llena de curvas y, a esas horas de la madrugada, muchos animales nocturnos salen a conseguir su necesario aporte de energía química. Y en medio de la neblinosa noche gallega (niebla niebla, de la de verdad, de la que se corta, de la que se arremolina al lado del coche, de la que entras y sales como si estuvieras haciendo un viaje en el tiempo), al otro lado de una curva aparecía de pronto, en mitad de la carretera, una lechuza que por cómo te miraba parecía que estaba retándote, o la cola de un zorro que no se contentaba con los cubos de basura, o incluso ¡caballos salvajes!, sí, caballos un poco escuálidos que viven en los bosques gallegos y que, una vez, aquella vez, decidieron hacer un tramo de su camino hacia cualquiera sabe dónde, por mitad de la N541, a su ritmo. Esa noche frené por los pelos, y estuve un rato detrás de ellos iluminándolos con las luces de mi coche mientras trotaban (para qué galopar, si tampoco hay prisa, debían pensar) rodeados de niebla. Por culpa o gracias a cómo me habíais puesto la cabeza, me acordé de Carver y la pareja herida (herida de desamor, de desencuentros) que miraba los caballos que se les habían colado en el jardín. Pero aunque esa pareja herida y yo compartíamos la niebla y el ánimo melancólico (por vuestra culpa o gracias a vosotros), no compartíamos el número de caballos, que si no recuerdo mal en su cuento eran dos y sin embargo en mi carretera eran cuatro. One, two, three, four…