La ley del menor

Fiona es una mujer de unos sesenta años, jueza del Tribunal Superior, casada y sin hijos que se enfrenta a una situación difícil en su matrimonio ya que Jack, su marido, ha decidido contarle que quiere vivir la pasión antes de que sea demasiado tarde y para ello ha decidido enrollarse con una colega joven del trabajo. Tras treinta y cinco años de matrimonio feliz y bien avenido, Jack piensa que Fiona debe ser partícipe de su decisión, debe saberlo y entender que su aventura no pondrá en peligro su unión, debe tener claro que ella seguirá siendo la elegida en todo momento y que esta experiencia, de alguna manera, enriquecerá su vida (de él) y por tanto su relación. Fiona no sabe cómo enfrentarse a la propuesta y, tras una amarga discusión, se niega a dar su consentimiento. Jack se va de casa y deja a Fiona encajando la situación y preguntándose por los próximos movimientos.

Nosotros nos quedamos dudando si será mejor apostar por un matrimonio sólido, que ya ha demostrado que funciona en muchos aspectos y que se enfrenta a un nuevo reto o, por el contrario, no hay que ceder ante proposiciones tan insolentes. El reto tampoco es muy disparatado, es fácil aceptar que la pasión no dura y que, sin embargo, es maravillosa y muy difícil resignarse a vivir sin ella. Así que, por un lado, piensas que Fiona debería mirar esta propuesta con amplitud de miras, con la mirada de alguien inteligente y razonable que sabe que está en juego algo de mucho más peso, que a lo mejor debería entender y asumir que la futura infidelidad puede ser algo esencial para Jack y trivial para su matrimonio. Y, por otro lado, podría ser que aceptar la propuesta abriera una puerta que no se sabe a dónde llevará pero que, de entrada, parece muy peligrosa y no tan fácil de domar.

Así empieza el libro, conocemos a una mujer compleja, brillante y rigurosa que ha alcanzado la plenitud del éxito profesional, que ha vivido cómodamente hasta esta fecha y que hasta el día en que Jack aparece con esta bomba, esperaba que su vida iba a ser templada, hermosa y previsible. Pero mientras sigues a Fiona en su vida personal, ella sigue trabajando y tomando decisiones importantes que van a cambiar la vida de muchas personas y que van a originar nuevos conflictos con los que no contabas.

Ian McEwan es un mago del suspense, no del suspense al estilo clásico en el sentido de temer al asesino, si no de aquel en el que el lector no sabe que tras la aparente calma inicial de una novela que podría parecer ligera e intimista, lentamente y por sorpresa se encuentra con una situación cada vez más angustiosa que le mantiene en vilo durante todo su desarrollo. Una novela en la que el autor va transformando la cotidianidad en la que parecía que se encontraban los protagonistas, en una auténtica pesadilla en la que esperas que el desenlace sea impactante y doloroso en algún sentido.

Esto es marca de la casa en casi todas las novelas de Ian McEwan. En algunas de ellas, el resultado es impecable como en Amor perdurable o en El placer del viajero que son novelas perfectamente esculpidas para no dar respiro y sí dejar huella. Otras perduran menos, pero todas comparten una prosa correcta y elegante, una disección detallada de la psicología de personajes sofisticados e interesantes y unas vidas ordinarias que son sorprendidas por un evento casual que las cambia para siempre.

En cierto sentido, las obras de McEwan recuerdan un poco al cine de Haneke, siempre dispuesto a dejarte con una sensación desasosegante que te hace moverte incómodo en el asiento. Por supuesto, McEwan no comparte tan abiertamente el manejo de la crueldad ni de la violencia del cineasta, pero sí llega un momento en el que, al igual que pasa al empezar una película de Haneke, sabes que cuando estás leyendo sus libros estás paseando por un sitio, como poco, peligroso.

Y además te manipula astutamente, te da carnaza para que te enganches, te relajes y creas saber por dónde van los tiros. Y cuando ya estás siguiendo la trama del libro, cuando ya crees que te mueves bien en el contexto creado, da un giro y te sorprende con un conflicto completamente imprevisible, posible y verosímil sí, pero impensable por lo alejado que te ha situado de la trama principal. Vaya, si seguimos con el cine, utiliza un recurso muy habitual de Hitchcock, como es la de comenzar sus obras con un McGuffin en toda regla.

La ley del menor es un libro que responde fielmente al estilo de su autor, un elegante y certero británico que te deja reflexionando sobre la responsabilidad y la libertad de nuestras acciones y las consecuencias que estas tienen sobre la vida de los demás. Un libro en el que caes en la trampa que te tiende McEwan y te metes en terreno minado. Y, además, lo disfrutas y te quedas esperando el siguiente. Menos mal que es muy productivo y nos hace regalos muy frecuentemente.

La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015

Colección de deseos para la librería de una amiga

Alfombra 39 (Razón integradora (1928-36) Razón armada (1936-37) Razón misericordiosa (1937-39) Razón mediadora (1940-56) Razón poética (1957 – ~)). Pintura acrílica sobre alfombra encontrada. 357×92 cm
©2009 Cristina Gómez Barrio

Es julio de 2015, Marta me pide una entrada para el blog concebido como preámbulo a la que ha de ser su nueva dedicación, una librería en Pontevedra. Me pongo a escribir durante un viaje entre España y Alemania, el salto geográfico me sumerge más en las vivencias surgidas de la crisis social y política en Europa – presentada por los medios como mera crisis financiera y económica -. Alumnas, alumnos, compañeros y compañeras de la Facultad de Bellas Artes de Stuttgart enuncian de formas diversas su desesperación ante las políticas neoliberales que impulsadas desde distintos puntos de Europa, pero en gran medida desde el gobierno de su país, ahogan la dimensión de lo público en toda Europa, también en su país. Aseguran que la forma en que se está informando sobre “lo que está ocurriendo en torno a Grecia” es completamente parcial y en gran medida mentira y avergonzante.

Relatan como pasan las horas nocturnas al ordenador a la búsqueda de información alternativa, y esta parecen ser la única forma posibel de acción. “Al menos empezar a entender qué está pasando, mientras nadie alrededor da signos de darse cuenta de lo que está ocurriendo”, dicen. El sentimiento descrito por todas estas interlocutoras, por todos estos interlocutores es el mismo: desesperación y parálisis. Las dismensiones en las cifras, en la magnitud de la crisis (enmarcada y acompañada por otras crisis de mayores magnitudes), la conciencia de los flujos transnacionales, … La escala abruma, los ojos hacen chirivitas, es paralizante. Tomo un café con la artista Maj Hasager, ella es la única que, optimista, parece haber encontrado una forma de reajustar la escala de estas dimensiones para no sentirse petrificada, para seguir pensando y produciendo lugares de imaginación y acción. Según ella la clave está en pensar en una escala distinta, hacerlos desde la perspectiva de la escala del tiempo. Creo que Maj se refiere a una sacudida cronológica en distintas direcciones: lo que hacemos como productores culturales parece puntual pero puede interrumpir temporalidades aparentemente más lógicas, lo que hacemos puede seguir latiendo para resurgir desde su latencia cuando hace falta – cuando ya estaba casi olvidado-, lo que materilizamos como intelectuales es lento y por tanto no podemos esperar un efecto inmediato.

Entonces el proyecto de Marta, una nueva librería en el mundo, se me dibuja como un contenedor de interrupciones, posibilidades de pensar y cambiar la lógica temporal neoliberal (de producción constante) en la que estamos inmersos. Claro que su plan, en tanto que negocio responde a cietos parámetros de esta lógica ¡quiero que Marta pueda comer, seguir teniendo su casa, viajar si quiere ver a su familia y a sus amigos, que los números salgan a final de año! Pero definitivamente una librería está llena de toda esa lentitud de todos sus libros, escritos lentamente para ser reescritos, colmados de pausas…

Aquí mis deseos para ese nuevo lugar.

Que el viento entre en tu librería.

Que tu librería tenga un patio con una sequoya y laberintos de bambú.

Que la encuentren todas y todos los que aman la lectura, para zambullirse en sus libros, para traer hasta aquí – de vuelta – a todos aquellos dragones que con el movimiento de su cola han sacudido a los crueles y con su fuego han conseguido mantener viva la llama.

Que las actividades de la librería te dejen tiempo suficiente para correr cada mañana por los bosques de eucalipto y pinos respirando el aire mezclado del mar.

Buenos vecinos, eso es muy importante; una tintorería de toda la vida, una heladería diminuta que sólo abre en verano, un estanco, una frutería con buen género, un teatro, una academia de artes plásticas, una tienda de electrónica con una dueña simpática y de gran disponibilidad, …

Que la conjunción “y” esté siempre en tu respuesta: “soy librera y científica”. (Ojalá tu espalda sea fuerte para cargar los libros, que tus hombros no se carguen por el trabajo administrativo al ordenador y tus articulaciones aguanten todas las cunclillas, las escaleras, las escaleritas).

Libros grandes, libros pequeños, libros de papel caro, barato, libros encarnados, libros gordos y flacos, raros, tristes, divertidos, libros amenos, libros que se te meten en el corazón, libros que tener al lado de la cama, libros para llevar de viaje, libros que te llevan de viaje, libros inmensos, libros horizonte… siempre asibles a dos manos. Libros-mesa, mesas-libro en torno a las que sentarse y negociar: todas nosotras por todas nosotras.

Que el peso de los libros y sus contenidos anclen esa intimidad distanciada, silenciosa, que significa el acompañar las elecciones de tus clientes habituales. Que los impulsos de los clientes ocasionales traigan las olas de un mar calmado y revividor. Que unos y otros compren lo suficiente para que puedas comer y seguir.

Textos, hipertextos, enlaces, saltos de los márgenes hacia fuera, notas al pie, papeles y la red; que todo ello se entrelace para dejar patente el origen textil de la escritura. Apelaciones tactiles para ampliar nuestras imaginaciones.

Que desde dentro de tu librería se vean los árboles inclinados por la tempestad, los remolinos de viento, la nieve, las sombras azul oscuro de los que pasan, las alfombras de Foucault, los cactus en flor, los incendios en las bibliotecas privadas y en las mentes de sus dueños (como decía Eugenia Butler “fire in the library, fire in the mind”).

Las primas o la parada de los monstruos

Las primas es una novela muy original y turbadora que ganó el Premio argentino de Nueva Novela Página/12 en el año 2007. La novela se presentó bajo el seudónimo de Beatriz Poltrinari pero detrás de él estaba Aurora Venturini con sus 85 años. Una activa peronista, que acababa de ganar un premio de Nueva Novela aunque llevase publicadas más de una treintena en editoriales pequeñas. Una mujer que había vivido en el Paris existencialista y compartido ratos con sus integrantes (Sartre, de Beauvoir, Camus, Greco). Aurora Venturini dice no sentir nada y no necesitar a nadie, como la protagonista de Las primas, pero principalmente a los hombres, a los que percibe como superfluos. Pero sí necesita sus viejas máquinas de escribir, sus letras. En una entrevista en la revista Radar, suplemento del periódico Página/12 que organizaba el concurso, Aurora Venturini dijo que este premio era muy importante para ella, ya que, según dijo: “Las primas soy yo”, recuperando la frase que se le atribuye a Flaubert sobre Madame Bovary –aunque parece que esto es una leyenda–. Y lo cierto es que cuesta mucho creerlo porque Las primas es una novela tan brutal que no puede (o no debería) ser otra cosa que producto de la imaginación.

En Las primas, la narradora nos cuenta la historia de su familia en la que quien más quien menos tiene una minusvalía. Empezando por ella, Yuna, que parece tener una especie de afasia que le impide expresarse adecuadamente. Por este problema con el lenguaje, hay párrafos enteros sin signos de puntuación, hay momentos en los que nos indica que ha usado el diccionario para encontrar las palabras: “…y así con otros aditamentos (diccionario) el asado estaría para chuparse los dedos y cuando dijo eso me recorrió una náusea (ídem)…” (pág. 103). Y momentos en los que tiene que dejar de escribir porque el esfuerzo la agota: “Descanso”.

Su hermana Betina está en mucho peor estado “…padecía un corcovo vertebral de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado…” (pág.13) y como no podía moverse o comer por sí sola, “…le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis.” (pág.19). Betina a ratos parece humana y presente, pero en general es una visión bastante lamentable: “Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos” (pág. 19). La descripción está hecha incluso con mimo si se compara con lo que Yuna es capaz de hacer en esa, su tierna infancia, con su hermana: “Cuando llegaban las horas de las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah..ah…ah…gemía la sucia infeliz” (pág.14).

Su madre, abandonada por su marido, tiene dos hermanas, la odiosa y virginal tía Nené y la tía Ingrazia que, para incrementar la frecuencia de esta dotación genética ya de por sí bastante torcida, se había casado con un primo. Y de esta unión tan poco recomendable, nacen dos hijas, Corina que además de estúpida tiene seis dedos en cada pie, y Petra que es enana (pero de tonta no tiene un pelo). Ese es el bagaje genético que manejan. Pero además y por si fuera poco, les suceden todo tipo de atrocidades ambientales: accidentes, violaciones de vecinos viejos, abortos que matan al niño y a la madre, pedófilos que actúan subrepticiamente hasta que el embarazo los evidencia, asesinatos para vengar afrentas… En menos de 200 páginas hay 8 muertes y la mayoría no son naturales.

Con este panorama que nos presenta una particular Parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) del campo argentino, el libro da un poco de miedo. De hecho, a veces el ambiente que transmite es tan asfixiante que recuerda (multiplicándolo por mil) al creado por Carmen Laforet en el piso de la calle Aribau por lo angustioso, violento y sórdido.

Y sin embargo, la autora consigue hacer que todo este catálogo de oprobios se digiera ligeramente e que incluso se disfrute. Una de las luces de esta novela tan oscura es el progreso de Yuna, que pasa de ser una observadora que sobrevive como puede dentro de su familia, a convertirse en responsable de su destino. Gracias al profesor Jose Camaleón, Yuna descubre su talento para la pintura. Este personaje viste fielmente su apellido. Al principio parece que va a ser un aliado de la protagonista, de la familia y del lector (que desde la primera página empieza a necesitar un respiro), pero a última hora nos traiciona a todos convirtiéndose en una de las mayores decepciones (que no la mayor, aún hay más). Pero hay que reconocerle que es el promotor de la Yuna-artista. La narradora, bella como una “chica modelo de Modigliani”, es capaz de dejar atrás sus defectos en el lenguaje con perseverancia. Tras años de uso, cada vez necesita menos el diccionario; su redacción se hace más fluida y necesita menos “descansos”. Pero además es capaz de domar su talento para la pintura y convertirse en artista reconocida y en profesora de Arte, es decir, ha sido capaz de sortear lo que prometía esta infancia y llegar a un nuevo punto de partida, con equipaje sí, pero con mejores perspectivas. La Yuna que va desarrollándose a lo largo de la novela augura un mejor horizonte. No se convierte solo en una espectadora lúcida de esa vida tan atroz. Participa, se escapa y se prepara para lo siguiente, sea lo que sea lo que venga. Que difícilmente puede ser peor que lo ya pasado. Lo que no consigue en ningún momento es enamorarse o sentir intensamente (la autora diseña a su personaje a su imagen y semejanza).

Otra de las razones por las que el libro no resulta tan espantoso como podría parecer con estos contenidos, es que la narradora es capaz de mirarlo todo con cierta distancia e incluso con humor (negro no, negrísimo). Yuna –¿Aurora?– no reflexiona o rabia o pena por su dramática historia, sino que la asume con naturalidad y la cuenta con sencillez, como si simplemente se tratase de un familia como cualquier otra con sus peculiaridades. Parece como si esta familia y sus impactos externos no fueran suficiente para amargarle el día. Por lo menos hasta el final del libro. Con la última ingratitud, se ve que tanta infamia acaba haciendo mella y vemos por primera vez en la novela la tristeza de Yuna.

Un libro sorprendente, muy particular y maravilloso. Un ejemplar claramente necesario en una «ciudad sitiada», como nos propone la elegante Editorial Caballo de Troya.

Las primas
Aurora Venturini
Caballo de Troya, 2007
Nada (Premio Nadal 1944)
Carmen Laforet
Destino Libro, 1992

Estoy leyendo el Tristram Shandy

La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy-Laurence Sterne
Estoy leyendo el Tristram Shandy, que su autor, Laurence Sterne, comenzó a publicar en 1760 en Inglaterra, libro del que tenía excelentes referencias, proporcionadas sobre todo por el novelista español Javier Marías, que es quien traduce la edición de Alfaguara que adquirí una calurosa tarde de este mes de agosto, trabajo por el que recibió un flamante Premio Nacional de Traducción.
Escribo “estoy leyendo” con toda propiedad, aunque esto mismo, según se cuenta, le dijo una señora en Montevideo a Augusto Monterroso acerca de su afamado y brevísimo relato, pues no llega a medio tuit, sobre despertares y dinosaurios. “Estoy leyendo su relato”, le dijo. Estupefacto, Monterroso decidió seguir empleando el mismo tiempo verbal, y no sin cierta rechifla –suponemos– le preguntó: “Ah, ¿y le está gustando?” “No lo sé, todavía voy por la mitad” respondió impertérrita la señora.
Estoy leyendo el Tristram Shandy, voluminoso libro de 717 páginas –de las cuales 575 corresponden a la novela en sí– y muy reducido tipo de letra. El volumen incluye una introducción de la que es autor el profesor Andrew Wright, una cronología de Laurence Sterne, un comentario a la traducción escrito por Javier Marías, autor también de las cuantiosas y muy esclarecedoras notas al texto. Incluye así mismo algunos de los sermones del autor. Pues Laurence Sterne fue vicario en Yorskshire y tuvo como una de sus principales ocupaciones la prédica religiosa. Según parece, no gozaba de especial empatía. En cuanto aparecía en el púlpito, la mitad de la parroquia abandonaba la iglesia. Tal era su fama de sermoneador plomizo.
Según reza en la contraportada del volumen, es el libro favorito de Javier Marías, quien afirma que es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la literatura de nuestra época. Es venerado también por Nietzsche, según se afirma en la solapa de la portada, y Joyce, Beckett, Cabrera Infante o Kundera son considerados descendientes directísimos y confesos de Sterne.
Vistos estos antecedentes, me pregunté qué opinión puede merecerle el Tristram Shandy –única novela que escribió Sterne– a alguien como Harold Bloom, el gran pope de la crítica literaria. De modo que busqué –y conseguí encontrar en un remoto rincón de la vivienda en que resido– su reputado Canon Occidental, para averiguar que Mr. Bloom no hace comentario alguno al Tristram Shandy. Se limita, eso sí, a mencionar a Laurence Sterne en el catálogo final del libro, que relaciona a varios centenares de autores, entre los que predominan los anglosajones. De todos ellos, sólo a aproximadamente la mitad le dedica algún comentario. Si la novela de Laurence Sterne contiene muchas referencias al Quijote –y muchas menos a las obras de Shakespeare–, en el Canon sucede lo contrario: para Bloom, la obra de Shakespeare es el genuino Canon –junto a la de Dante y Walt Whitman, si no recuerdo mal–. De Cervantes y su Quijote escribe con cierta desgana y carencia de entusiasmo, como quien cumple con una obligación académica. Divide Mr. Bloom su Canon en edades, situando a Sterne en la Edad Aristocrática, en la que solo aparecen textos de autores italianos, españoles, ingleses, franceses y alemanes. Más adelante, en las edades más cercanas a nuestra época, se incluyen obras de autores de otras nacionalidades: rusos, húngaros, polacos y… catalanes, que Mr. Bloom diferencia de los españoles. Así, menciona –pero también sin dedicarles comentario alguno– a seis autores catalanes, entre ellos Salvador Espriu, Carles Ribas y Mercé Rododera.
Y me dirán ustedes que a cuento de qué tanto Harold Bloom, Monterroso, Espriu y que lo que pasa es que me estoy yendo por las ramas. Pues si ustedes piensan que me voy por las ramas, lean el Tristram Shandy. Léanlo y verán entonces lo que es irse por las ramas o por los cerros de Úbeda –que se nos antojarían diminutos; mejor haríamos refiriéndonos a las cumbres del Himalaya–.
Desde luego, el primero en reconocerlo es Laurence Sterne, cuando, ya en el capítulo 6, hace toda una declaración de principios acerca de lo que va a ser su obra: “Y si de vez en cuando parece que me entretengo por el camino, o que a veces, durante unos segundos y mientras pasábamos de largo, me pongo un cucurucho con un cascabel, no se esfume usted, sino más bien concédame cortésmente crédito y confíe en que en mí hay más sabiduría de la que muestran las apariencias; y a medida que avancemos, dando tumbos y a trompicones, bien ríase usted conmigo, bien hágalo usted de mí, o, en suma, haga lo que prefiera, pero no pierda usted nunca el humor”. Esta forma de dialogar con el lector es permanente en el Tristram Shandy. Ocurre que Sterne se deja llevar por una irrefrenable tendencia a abandonar la peripecia narrativa, ya de por sí algo difusa, que trata de las regocijantes andanzas de la familia de Tristram cuando él todavía no había nacido –en el momento de la novela en que me encuentro–. Ahora bien, tarde o temprano, aplica su ingenioso humor a intentar justificar estos abandonos con reflexiones como la que sigue, al comienzo del capítulo 19 del volumen II: “He bajado el telón (solo un minuto) para recordarles a ustedes una cosa –y contarles otra. Lo que tengo que contarles, está, lo reconozco, un poco fuera del lugar que le corresponde; pues debería habérselo dicho hace ciento cincuenta páginas…” Pero no siempre es tan condescendiente Sterne con sus lectores. En ocasiones, reivindica con brío su libertad creadora, como al principio del capítulo 23: “Me apetece mucho empezar este capítulo de una forma disparatada, y la verdad es que no pienso ponerle traba a mis antojos; en consecuencia, comienzo así:” Cierto que, en general, procura buscar la complicidad de sus lectores, como cuando tiene la pomposa deferencia de comunicarles que la peripecia narrativa se reanudará en la página número tal, en la que volverá al diálogo entre dos personajes, interrumpido hace ya algunos capítulos. Aunque también puede ocurrir que se desentienda de ellos para permitirse dar un buen puñado de consejos a los críticos que en el futuro lean su obra. En coherencia con este diálogo permanente, y con su manera de narrar, no podía faltar un capítulo (el 22 del volumen I) que Sterne dedica casi íntegramente a explicar en qué consiste una digresión –lo que supone otra digresión más, como es lógico– “A causa de este esquema la maquinaria de mi obra es muy especial, por no decir que única en su género: se han introducido en ella dos movimientos contrarios, que se pensaba que estaban en discordia el uno con el otro, y se los ha reconciliado. En una palabra, mi obra es digresiva y también progresiva, –y es ambas cosas a la vez”. Y añade algunos párrafos después: “Las digresiones son, sin duda alguna, como el resplandor del sol, son la vida, el alma de la lectura; quítenselas a este libro, por ejemplo, y sería lo mismo que si quitaran de en medio el libro entero.” –¿Entienden ahora por qué Tristram Shandy es el libro favorito de Javier Marías? –Pero también advierte de los peligros de la digresión al hablar de cómo las aborda el autor: “cuyo sufrimiento en este asunto es en verdad digno de compasión: pues advierto que si empieza una digresión, desde ese instante su obra enmudece por completo; y si prosigue con la obra principal, entonces adiós a la digresión”. Efectivamente, todo un dilema, nunca fácil de resolver.
Confieso que alguna de estas digresiones me ha producido, en principio, una irritante pereza, y que he considerado fastidiosa la interferencia. Me refiero en concreto a una deliciosa escena entre Mr. Shandy (el padre de Tristram), su hermano Toby y el doctor Slope, que ha acudido a la mansión de Shandy a ayudar a la partera a traer al mundo a Tristram. Esta escena, repleta de regocijantes diálogos y situaciones, se ve interrumpida cuando el criado de Toby encuentra en un libro unas hojas sueltas que contienen un sermón religioso y se dispone a leerlo. Como el párrafo contiene el aviso de una anotación, me fui directamente al final del libro, donde se relacionan éstas, y ocurrió lo que me temía: se trata de un sermón que ya tenía escrito Sterne para una de sus plomizas prédicas. Sin embargo, el sermón que lee el criado, plagado de consideraciones teológicas y morales, se ve también gozosamente interrumpido por los ingeniosos comentarios que, a modo de contrapunto, introduce Sterne. Son prolijos comentarios acerca de la entonación que está empleando el criado en la lectura del sermón, e incluso sobre la postura física que ha adoptado para hacerlo. Para alguno de sus oyentes, la entonación es demasiado fría; para otro la postura es sobremanera erguida; otro, en cambio, encuentra la postura adecuada, pero opina que el tono es demasiado apasionado. Y así sucesivamente.
Estoy leyendo, como decía al principio, el Tristram Shandy de Laurence Sterne. Calculo que he leído algo menos de un tercio de la novela, una proporción que si bien es escasa, se ve compensada por la relativa abundancia de páginas trasegadas –143–. Nunca he sido un lector muy transigente –o perseverante, si lo prefieren–. O quizá nunca he sido un buen lector. Pueden bastarme 20 o 30 páginas para desechar una novela a perpetuidad, con independencia de su extensión total y de su éxito de crítica –y no digamos de público–. Y, a medida que voy entrando en años, parece que el hábito va a más. Volviendo a cálculos y proporciones, calculo que en este momento me quedan para deleitarme –así lo espero– en el Tristram Shandy algo más de dos tercios de la obra, ahora que las noches ya no son cálidas, se acortan los días, se presiente la llegada del frío y empieza uno a pensar en remedios que propicien el cobijo de un reconfortante calorcillo.

LECTURAS MENCIONADAS
Tristram Shandy
Laurence Sterne
Alfaguara, 1999
El canon occidental
Harold Bloom
Compactos Anagrama, 2013

El prurito de un Editor

Erratas, diario de un editor incorregible-Marco Cassini

Vivimos en unos tiempos en los que la integridad está muy desprestigiada. Sé que suena apocalíptico y que, probablemente, este mundo de ahora no es tan distinto de los de antes. Casi seguro que esta primera frase es solo un indicador de que empiezo a no reconocer el mundo en el que vivo, vaya, que empiezo a envejecer. Así que lo que debería decir es que la integridad es un concepto que se ha valorado siempre de forma muy parecida, en general muy poco. Todos somos capaces de identificar compañeros o conocidos (pocas veces amigos, si no no lo serían) que tienen como metas valores que no entendemos en absoluto, personas que confunden la posición y el éxito con el desarrollo personal, que necesitan recompensas basadas en la cantidad por encima de la calidad. Personas con metas que no tienen que ver con proyectos personales concretos, sino con el éxito en general; éxito medido como número de personas a las que les gustas, influencia que tienes o dinero que ganas. De hecho, eso es uno de los «grandes valores» que caracteriza (y promueve) la era en la que vivimos: productividad, números, eficiencia, conseguir objetivos, cerrar temas, ser ejecutivo.
Y todos podemos estar de acuerdo en que ser productivo es algo positivo, y que sin un poco de ese sentido práctico se echan a perder vidas muy prometedoras. Vidas de muchos artistas que son incapaces de domar sus deseos y no pueden vivir como quieren. Vidas de maravillosos escritores que no consiguen apostar por hacer lo que más les gusta. Vidas de los que sí lo intentaron un poco y fallaron mucho –porque, no nos engañemos, intentarlo no es garantía de éxito, por mucho que se nos venda a la menor ocasión; “Querer es poder”, es un refrán peligrosísimo–. Pero tener como principal objetivo ser productivo o exitoso, escama mucho y devalúa al que lo luce.

Así que es refrescante encontrar un libro como Erratas, diario de un editor incorregible en el que el autor, Marco Cassini, nos deja la sensación, muy agradable, de que hay gente que sí tiene un proyecto propio, no basado en conseguir ese tipo de éxito, sino un proyecto que está basado en unos principios que no se salta tan fácilmente. Un proyecto que incluso podría ser nocivo para alcanzar objetivos comerciales, y sin embargo –y esto es lo mejor de todo– se puede sobrevivir con él en este mundo.
El libro es un diario en el que escribe una vez al mes durante un año y en cada capítulo reflexiona sobre la profesión de editor. Empieza con un primer capítulo divertidísimo, en el que nos cuenta cómo descubre que le invaden unos granos por todo el cuerpo, que no son otra cosa que su respuesta al estrés diario –situación que recuerda mucho a la que narraba otro italiano muy ingenioso, Nanni Moretti, en Caro Diario, aunque en este caso acababa mal–. Parece ser que la idea romántica con la que empezó sus andanzas en esta profesión –estar todo el día rodeado de manuscritos y autores–, se fue convirtiendo en una realidad muy distinta –reuniones, análisis de la situación económica, ventas, dinero–, una realidad que además le consume todo el día y con la que, como mucho, consigue sobrevivir de milagro. Esta sensación tan incómoda le hace preguntarse, a lo largo de los distintos capítulos, por qué eligió esa profesión, qué esperaba y qué es en realidad.

Este primer capítulo es toda una declaración de intenciones y marca el tono del resto del libro: el editor se va a quejar con elegancia y humor tanto de los inconvenientes de la profesión en sí misma, como de la interpretación que hacen los demás de ella; pero, a pesar de todo, acaba pensando que está haciendo lo que quiere hacer y que lo hace correctamente, sin proselitismo, sin autocompasión ni autocomplacencia. De manera sencilla, honesta. Y también con mucha gracia, como cuando el oculista le da la noticia de que debe llevar gafas solo para leer y para trabajar en el ordenador: “Todo un alivio, ya que en la práctica me permito al menos no ponérmelas cuando duermo” (pág. 10); o cuando los médicos que están diagnosticándole estrés, le pasan varios manuscritos para que les dé “solo una opinión”. Una opinión que es precisamente lo que está esperando él de ellos: “[…] no hubo curación, ni diagnóstico esclarecedor, ni certeza terapéutica, ni hallazgo clínicamente probado. En cambio, me llevé a casa dos novelas, una colección de cuentos y otra de poemas” (pág. 12).

Erratas es además muy interesante para los que nos gustan los libros, ya que nos permite fisgonear en esta profesión y recordar que este oficio no es solo corregir manuscritos, diseñar una portada y llevarlos a imprimir, sino que sobre todo es eso que los médicos le pedían sin ninguna consideración, sobre todo es dar una opinión. Elegir entre los miles de manuscritos que les llegan, qué merece llegar al público general –o mejor dicho, al público al que se dirigen–, qué es mejor dejar de lado –maravilloso el pie de página explicando qué es un libro fácil y por qué no hay que publicarlo–, y qué obra es tan increíble que esta editorial le queda pequeña –admirable ejercicio de responsabilidad y de integridad: eres demasiado bueno para mí–.

Lo más relevante del libro es que, tras el análisis en el que vemos que ser editor no es lo que él esperaba, a pesar de que se pasa mucho más tiempo con números que con letras y a pesar de todo ese trabajo brutal para mantenerse a flote, revisa su colección de libros, revisa su proyecto y se siente satisfecho. Cada uno de sus libros forma parte de un cuerpo articulado y de todos se ha enamorado, hayan tenido más o menos éxito. El trabajo ha merecido la pena, su tiempo en otras labores solo indirectamente relacionadas con el manuscrito, ha merecido la pena. Es distinto de cómo lo imaginaba pero sigue siendo una buena elección.

Y es muy llamativo que la editorial que creó entonces, Mínimum fax, nació en el panorama italiano de 1994. Año en el que Italia “[…] desde el punto de vista de la libertad de prensa y de opinión, se convertía en un país del Tercer Mundo” (debido a la concentración editorial, a la concentración de los medios de comunicación, a la primera llegada al poder de Berlusconi…). Mínimum fax nació, creció, en cierto sentido se reprodujo, y no tiene ninguna pinta de ir a morirse. Una editorial que empezó con una propuesta cultural personal, que se mantuvo fiel a su idea, a pesar de las exigencias del mercado, y que ha encontrado su modo de sobrevivir al lado de monstruos. Viable e íntegra. Y esto no es exclusivo de esta editorial; Impedimenta es otra muestra de editorial con principios; por ejemplo, en su biografía ilustrada de Virginia Woolf (de Michèle Gazier/Bernard Ciccolini), recomienda las obras de la autora aunque todas pertenezcan a otras editoriales. Y muchas otras que presentan un catálogo muy particular que no parece elegido para enriquecerse (Minúscula, Sexto Piso, Errata Naturae, Periférica, Nórdica Libros, Trama Editorial, Rayo Verde, Pálido Fuego, Libros del Asteroide, Elba…). Y lo curioso (y estupendo), es que hay lectores que las avalan. Y eso hace pensar que el mundo en el que a algunos nos gustaría vivir no es tan pequeño como a veces pensamos.

Erratas, diario de un editor incorregible
Marco Cassini
Trama Editorial, 2010