Nosotros nos quedamos dudando si será mejor apostar por un matrimonio sólido, que ya ha demostrado que funciona en muchos aspectos y que se enfrenta a un nuevo reto o, por el contrario, no hay que ceder ante proposiciones tan insolentes. El reto tampoco es muy disparatado, es fácil aceptar que la pasión no dura y que, sin embargo, es maravillosa y muy difícil resignarse a vivir sin ella. Así que, por un lado, piensas que Fiona debería mirar esta propuesta con amplitud de miras, con la mirada de alguien inteligente y razonable que sabe que está en juego algo de mucho más peso, que a lo mejor debería entender y asumir que la futura infidelidad puede ser algo esencial para Jack y trivial para su matrimonio. Y, por otro lado, podría ser que aceptar la propuesta abriera una puerta que no se sabe a dónde llevará pero que, de entrada, parece muy peligrosa y no tan fácil de domar.
Así empieza el libro, conocemos a una mujer compleja, brillante y rigurosa que ha alcanzado la plenitud del éxito profesional, que ha vivido cómodamente hasta esta fecha y que hasta el día en que Jack aparece con esta bomba, esperaba que su vida iba a ser templada, hermosa y previsible. Pero mientras sigues a Fiona en su vida personal, ella sigue trabajando y tomando decisiones importantes que van a cambiar la vida de muchas personas y que van a originar nuevos conflictos con los que no contabas.
Ian McEwan es un mago del suspense, no del suspense al estilo clásico en el sentido de temer al asesino, si no de aquel en el que el lector no sabe que tras la aparente calma inicial de una novela que podría parecer ligera e intimista, lentamente y por sorpresa se encuentra con una situación cada vez más angustiosa que le mantiene en vilo durante todo su desarrollo. Una novela en la que el autor va transformando la cotidianidad en la que parecía que se encontraban los protagonistas, en una auténtica pesadilla en la que esperas que el desenlace sea impactante y doloroso en algún sentido.
Esto es marca de la casa en casi todas las novelas de Ian McEwan. En algunas de ellas, el resultado es impecable como en Amor perdurable o en El placer del viajero que son novelas perfectamente esculpidas para no dar respiro y sí dejar huella. Otras perduran menos, pero todas comparten una prosa correcta y elegante, una disección detallada de la psicología de personajes sofisticados e interesantes y unas vidas ordinarias que son sorprendidas por un evento casual que las cambia para siempre.
En cierto sentido, las obras de McEwan recuerdan un poco al cine de Haneke, siempre dispuesto a dejarte con una sensación desasosegante que te hace moverte incómodo en el asiento. Por supuesto, McEwan no comparte tan abiertamente el manejo de la crueldad ni de la violencia del cineasta, pero sí llega un momento en el que, al igual que pasa al empezar una película de Haneke, sabes que cuando estás leyendo sus libros estás paseando por un sitio, como poco, peligroso.
Y además te manipula astutamente, te da carnaza para que te enganches, te relajes y creas saber por dónde van los tiros. Y cuando ya estás siguiendo la trama del libro, cuando ya crees que te mueves bien en el contexto creado, da un giro y te sorprende con un conflicto completamente imprevisible, posible y verosímil sí, pero impensable por lo alejado que te ha situado de la trama principal. Vaya, si seguimos con el cine, utiliza un recurso muy habitual de Hitchcock, como es la de comenzar sus obras con un McGuffin en toda regla.
La ley del menor es un libro que responde fielmente al estilo de su autor, un elegante y certero británico que te deja reflexionando sobre la responsabilidad y la libertad de nuestras acciones y las consecuencias que estas tienen sobre la vida de los demás. Un libro en el que caes en la trampa que te tiende McEwan y te metes en terreno minado. Y, además, lo disfrutas y te quedas esperando el siguiente. Menos mal que es muy productivo y nos hace regalos muy frecuentemente.
