De olores (y resacas)

Escuchó un ruido y sacó la cabeza de debajo de la almohada. Era de día, muy de día, demasiado de día como para no haber conquistado aún la verticalidad.

Los vecinos ya habían pasado la aspiradora, los niños de arriba ya habían jugado con las canicas, el afilador hacía rato que había pasado por debajo de la ventana e, incluso, el «Gran Circo Mundial» ya había parado de enumerar por esos megáfonos tan del siglo pasado las múltiples —y pobres— bestias que tenía para exhibir.

Así pues, con el mundo en marcha, ella también intentó ponerse en marcha. No era fácil. Desde que vivía sola, ya no había en casa olor a café recién hecho llegando hasta la cama junto con un beso en el moflete. Ahora el olor a café recién hecho la esperaba a ella para aparecer, y no al revés. Ni que decir tiene que el moflete lo primero que recibía ahora no era un beso, sino el agua casi hirviendo de la ducha. En realidad, a ella nunca le gustó ducharse con el agua tan caliente, pero se acostumbró a ello cuando lo empezó a utilizar como recurso para que él no insistiera en ducharse juntos. ¿En qué momento empezó aquello? Dios sabe…

Sacó el brazo de debajo del edredón y buscó las gafas. Estaban en la mesilla de noche, como siempre. Y, como siempre, las encontró después de palpar todas las porquerías que había sobre la mesilla de noche; y tras tirar, como siempre, la única foto familiar que tenía. Parecía como si una parte de ella quisiera hacer añicos esa foto, pero no se atreviera… Así, si al palpar en busca de las gafas se cayera y se rompiera… Entonces, y solamente entonces, habría sido un accidente. “¡Qué disgusto sólo de pensarlo!”, y se rio como Pulgoso.

Con las gafas puestas, buscó el pijama. La noche anterior estaba tan cansada que sencillamente se desnudó y se dejó caer sobre la cama, sin más. «¿Dónde están las zapatillas de andar por casa?» se preguntó. Se vistió y, aunque habían pasado ya más de dos años, extrañó más que nunca el olor a café al ver, esparcidas por el suelo, las causas de su cansancio.

Ya con el pijama y las gafas, pero sin pantuflas, observó el reguero de ropa y zapatos que había desde la puerta de la calle hasta la cama. Parecía un rastro de miguitas de pan, dejado a propósito para no perderse. Recogió todo lo que había por el suelo: llevó los zapatos al zapatero; echó la ropa con olor a alcohol, tabaco y euforia al cesto de la ropa sucia; guardó el bolso y el abrigo en el armario de la entrada; y se fue al baño. Se hacía pis. Sentada en el baño se vio en el espejo. No había recogido aún todos los restos de la noche: ahí resistía tercamente el maquillaje, o lo que de él quedaba; una incipiente resaca y la ilusión en los ojos.

Con la (des)ilusión en los ojos, y con el rímel corrido, se fue a preparar el café. Su café. Hecho por ella y para ella. Para disfrutarlo mientras repasaba mentalmente todas y cada una de las palabras que él había dicho. Para sonreírse mientras recordaba el sabor infame del aquel perrito caliente compartido de madrugada en la gélida plaza de Lavapiés. Decidida a disfrutar de la lamentable, y a la vez gratificante, sensación de perder un domingo por culpa de la resaca se dirigió a la cocina. Y allí dónde solamente esperaba encontrar vacío, encontró un olor que le pareció infinitamente mejor que el del café: olor a zumo de naranja recién exprimido. Y al lado del zumo estaba él, oliendo a él mismo. Oliendo a libros y a tabaco. Y ahora, por un momento, oliendo también a naranjas frescas.

Amantes en un bungalow

Un verano, hace muchos veranos. Él acababa de cumplir 22 años, uno más que yo. Dábamos largos y sudorosos paseos en bicicleta, nos bañábamos en el mar y después regresábamos a una casita que recibía el pomposo nombre de bungalow.

Nunca encontré una explicación clara a sus arrebatos de mal humor, por lo demás muy ocasionales.

Me gustaba que me hablara antes de desnudarnos, o mientras nos desnudábamos. La primera caricia que sentía era la de su voz. Si permanecía en silencio, era yo la que propiciaba la conversación.

– Hoy pareces de mal humor.
– ¿De mal humor? Pues ya sabes lo que me ocurre cuando estoy de mal humor.
– No, ¿qué te ocurre?

Me ayuda a quitarme el sostén. Sus manos. Mis pechos. Su aliento, su olor. Su piel.

– Pues que todo el mundo me parece idiota.
– ¿El mundo te parece idiota?

Se ha desnudado también. Su espalda, sus hombros, su cuello. Su cabeza, su pelo. Todavía de pie, nos abrazamos. Mi vello púbico. Su miembro viril.

– El mundo no, la gente. Me fastidia la gente. No la soporto. No soporto a nadie.
– ¿A nadie?
– A nadie. Ni siquiera a ti.
– ¿Tampoco a mí?
– Tampoco a ti, no. Es diferente: ni siquiera a ti.

Las sábanas, su cabeza, la almohada. Su pelo. Su risa. Revuelvo su pelo ¿Nos amamos porque nos necesitamos, o nos necesitamos porque nos amamos? ¿Es importante saberlo? Su cara. Sus labios. Los beso. Su vientre. El mío. Nuestros cuerpos. Mi lengua. Su cuello, su oreja. Su miembro. Me acaricia, lo acaricio. Una y otra vez.

De pronto, se pone tenso y aparta mi mano. Vaya, parece que me he precipitado. Cuando esto pasa –pocas veces–, puede ocurrir que tenga el orgasmo mucho antes de tiempo, cuando aún no está dentro de mí. Habitualmente, logra controlarse después de unos minutos de tensión que yo soporto con impaciencia. Me separo un poco de él. En estos casos, sé que un poco de conversación ayuda.

– ¿Y cuando estás de buen humor?
– Cuando estoy de buen humor, ¿qué?
– ¿Qué te ocurre cuando estás de buen humor?

Está consiguiendo controlarse, lo sé. Se acerca. Me acerco. Ha pasado el peligro. Entonces, hoy será mejor que otras veces. Mejor que nunca. Nuestros cuerpos. Mi piel. Su boca, su sonrisa. Le beso. Su lengua. Mis rizos púbicos, mi clítoris. Sus labios, sus dedos, sus dientes. Mis pechos. Mis pezones.

– Cuando estoy de buen humor, me pasa todo lo contrario: todo el mundo me parece maravilloso.
– ¿El mundo?
– El mundo no, la gente. Me encanta la gente.

¿Es necesario que sigamos hablando? Mi vientre, el suyo. Mi clítoris, mi vagina. Sus manos. Su miembro. Mi boca. Lo quiero ya, lo necesito dentro de mí.

– ¿Así, en general?
– Así, en general. Todas las personas me parecen maravillosos.
– ¿Todas?
– Sí, todas. Incluso tú.
– ¿También yo?
– También tú, no. Incluso tú.

Está dentro de mí. Estamos el uno dentro del otro. Me muevo sobre él ¿Nos necesitamos? Nuestra avidez. El movimiento de nuestros cuerpos, los latidos del placer. Nuestro tormentoso afán por conocernos, por amarnos. El placer, el placer.

Después salíamos al porche del Bungalow y contemplábamos la noche. A lo lejos, el mar. Jugábamos –yo con más habilidad que él– a no estar enamorados. Bueno, matizaba él, a no estar tan enamorados –cuan absurdo–. Jugábamos.

Hoy he paseado por aquella playa, junto con algunos amigos –ex marido incluido, también él–. Aunque aprendíamos deprisa, bien poco sabíamos de la vida entonces. Éramos tan jóvenes. Sabíamos de la vida que a veces era maravillosa. Lo es.

Una agenda Moleskine

El encuentro tuvo lugar en los salones de un antiguo bar, algo recargado de espejos y terciopelos. A sus más de cincuenta años cada uno, a Margot y a Antonio les bastaron unas cuantas miradas y apenas una hora de conversación. Después, esa misma tarde, Antonio pidió a Margot que le enseñara su casa, a la que llegaron tras un corto paseo. Una vez en casa de Margot, Antonio se tomó su tiempo para visitar las estancias, que inspeccionó minuciosamente; se sentó en el sofá, los sillones y las sillas del comedor; encendió la televisión e hizo uso del cuarto de baño; pidió a Margot que se tumbara en la cama y después se tendió junto a ella.

Después, Antonio abrió una agenda Moleskine, que siempre llevaba consigo, y escribió algunas notas. Mientras escribía, le dijo a Margot que también deseaba conocer a sus amigos.

Una semana más tarde, Margot dio una cena en su casa, a la que acudieron sus mejores amigos. Una vez hechas las presentaciones, Antonio charló con todos ellos, sumándose a los pequeños grupos que se formaban en el comedor, la cocina, el salón o la terraza, lugar que escogió para unas cuantas conversaciones tête a tête con algunos de los invitados.

Una vez acabada la velada, Antonio abrió la agenda Moleskine y escribió algunas notas. Mientras escribía, le dijo a Margot que deseaba conocer detalles acerca de su actividad profesional.

Al día siguiente, Margot citó a Antonio en la galería de arte que regentaba. Allí, Margot explicó a Antonio algunos entresijos del negocio y le informó cumplidamente del balance de ingresos y gastos. También le presentó a su principal colaboradora, que resultó ser una mujer a la que ya conocía, pues figuraba entre los invitados a la cena del día anterior.

Una vez concluida la visita a la galería, los dos fueron al bar algo recargado de espejos y terciopelos donde se habían conocido. Allí, Antonio sacó nuevamente su agenda Moleskine y volvió a escribir y a dibujar algunos croquis. Después, comunicó a Margot que partía para un largo viaje que le haría ausentarse durante cerca de un mes. Convinieron en verse en cuanto volviera. Antes de despedirse, Antonio entregó a Margot la agenda Moleskine.

Un mes más tarde, Antonio volvió del viaje y de inmediato llamó a Margot, que le citó en su casa. Allí, Antonio pudo comprobar que Margot había seguido fielmente las indicaciones anotadas en la agenda: los cortinajes tenían ahora el color y textura requeridos, al igual que la tapicería del sofá; los muebles del salón estaban dispuestos tal y como se indicaba en los croquis; Margot había hecho traer el sillón preferido de Antonio y lo había situado frente a la televisión; las sillas del comedor –demasiado rígidas– habían sido sustituidas por otras mucho más cómodas; el dormitorio contaba ahora con una cama nueva y otra mesita de noche, del lado donde, si todo iba bien, dormiría Antonio.

Después, Margot llevó a Antonio a la galería de arte. Durante el trayecto, que hicieron en taxi, Margot le explicó que, siguiendo las anotaciones contenidas en la agenda, se había distanciado de algunos de sus amigos lo suficiente para no considerarlos ya entre sus íntimos. No volvería a invitarlos a su casa, y de ese mismo modo sería tratada por ellos. Cuando llegaron a la galería, Antonio pudo comprobar que, siguiendo sus indicaciones, en la fachada lucía un nuevo rótulo. Ya en el interior, Margot le puso al tanto del cambio de orientación de la galería, siempre de acuerdo con las notas de la agenda. Así mismo, le informó de que había despedido a su colaboradora principal, la mujer que también había acudido a la cena, una de las amigas de la que se había distanciado.

Luego, los dos fueron al bar de los espejos y terciopelos donde todo había comenzado. Bella como nunca, Margot recostó su cuerpo en un mullido sillón y, al cruzarlas, descubrió sus muy bien contorneadas piernas. Habiendo satisfecho Margot todos los requisitos, correspondía ahora a Antonio –tal y como se estipulaba también en las notas de la agenda–, declararle su amor. Y, por tanto, su firme propósito de compartir con ella vida, casa, lecho, amigos –y quién sabe si también negocio–, durante los años venideros. Sin embargo, y dejándose llevar por lo que pareció ser un arrebato de curiosidad, Antonio quiso formular a Margot una pregunta previa. Quiso saber qué ocurriría con los cambios realizados si, a pesar de todo, no llegara él a declararle su amor. Quiso saber si Margot mantendría dichos cambios –en la casa, con los amigos, en el negocio– o si, por el contrario, se apresuraría a deshacerlos.

‘Ah amigo –pensó decir Margot–, ¿te das cuenta de que me estás pidiendo explicaciones? Me preguntas ahora qué hay detrás de mi amor ¿Acaso pregunté yo? Pero si yo pudiera explicarte…. ¿Sería entonces verdadero amor?’

«Ah amigo…». Suspiró Margot mientras encendía un cigarrillo, exhalaba el humo y miraba al hombre detenida, largamente. Luego sacó de su bolso la agenda Moleskine y se la entregó a Antonio, quien de inmediato supo que esa era la despedida y que nunca más volvería a ver a Margot –ni por tanto llegaría jamás a saber si mantendría o desharía los cambios–.

Cuando Margot se fue, todavía sin acabar el cigarrillo, Antonio pidió otro café. Después abrió la agenda Moleskine y escribió unas notas.