De olores (y resacas)

Escuchó un ruido y sacó la cabeza de debajo de la almohada. Era de día, muy de día, demasiado de día como para no haber conquistado aún la verticalidad.

Los vecinos ya habían pasado la aspiradora, los niños de arriba ya habían jugado con las canicas, el afilador hacía rato que había pasado por debajo de la ventana e, incluso, el «Gran Circo Mundial» ya había parado de enumerar por esos megáfonos tan del siglo pasado las múltiples —y pobres— bestias que tenía para exhibir.

Así pues, con el mundo en marcha, ella también intentó ponerse en marcha. No era fácil. Desde que vivía sola, ya no había en casa olor a café recién hecho llegando hasta la cama junto con un beso en el moflete. Ahora el olor a café recién hecho la esperaba a ella para aparecer, y no al revés. Ni que decir tiene que el moflete lo primero que recibía ahora no era un beso, sino el agua casi hirviendo de la ducha. En realidad, a ella nunca le gustó ducharse con el agua tan caliente, pero se acostumbró a ello cuando lo empezó a utilizar como recurso para que él no insistiera en ducharse juntos. ¿En qué momento empezó aquello? Dios sabe…

Sacó el brazo de debajo del edredón y buscó las gafas. Estaban en la mesilla de noche, como siempre. Y, como siempre, las encontró después de palpar todas las porquerías que había sobre la mesilla de noche; y tras tirar, como siempre, la única foto familiar que tenía. Parecía como si una parte de ella quisiera hacer añicos esa foto, pero no se atreviera… Así, si al palpar en busca de las gafas se cayera y se rompiera… Entonces, y solamente entonces, habría sido un accidente. “¡Qué disgusto sólo de pensarlo!”, y se rio como Pulgoso.

Con las gafas puestas, buscó el pijama. La noche anterior estaba tan cansada que sencillamente se desnudó y se dejó caer sobre la cama, sin más. «¿Dónde están las zapatillas de andar por casa?» se preguntó. Se vistió y, aunque habían pasado ya más de dos años, extrañó más que nunca el olor a café al ver, esparcidas por el suelo, las causas de su cansancio.

Ya con el pijama y las gafas, pero sin pantuflas, observó el reguero de ropa y zapatos que había desde la puerta de la calle hasta la cama. Parecía un rastro de miguitas de pan, dejado a propósito para no perderse. Recogió todo lo que había por el suelo: llevó los zapatos al zapatero; echó la ropa con olor a alcohol, tabaco y euforia al cesto de la ropa sucia; guardó el bolso y el abrigo en el armario de la entrada; y se fue al baño. Se hacía pis. Sentada en el baño se vio en el espejo. No había recogido aún todos los restos de la noche: ahí resistía tercamente el maquillaje, o lo que de él quedaba; una incipiente resaca y la ilusión en los ojos.

Con la (des)ilusión en los ojos, y con el rímel corrido, se fue a preparar el café. Su café. Hecho por ella y para ella. Para disfrutarlo mientras repasaba mentalmente todas y cada una de las palabras que él había dicho. Para sonreírse mientras recordaba el sabor infame del aquel perrito caliente compartido de madrugada en la gélida plaza de Lavapiés. Decidida a disfrutar de la lamentable, y a la vez gratificante, sensación de perder un domingo por culpa de la resaca se dirigió a la cocina. Y allí dónde solamente esperaba encontrar vacío, encontró un olor que le pareció infinitamente mejor que el del café: olor a zumo de naranja recién exprimido. Y al lado del zumo estaba él, oliendo a él mismo. Oliendo a libros y a tabaco. Y ahora, por un momento, oliendo también a naranjas frescas.

La ley del menor

Fiona es una mujer de unos sesenta años, jueza del Tribunal Superior, casada y sin hijos que se enfrenta a una situación difícil en su matrimonio ya que Jack, su marido, ha decidido contarle que quiere vivir la pasión antes de que sea demasiado tarde y para ello ha decidido enrollarse con una colega joven del trabajo. Tras treinta y cinco años de matrimonio feliz y bien avenido, Jack piensa que Fiona debe ser partícipe de su decisión, debe saberlo y entender que su aventura no pondrá en peligro su unión, debe tener claro que ella seguirá siendo la elegida en todo momento y que esta experiencia, de alguna manera, enriquecerá su vida (de él) y por tanto su relación. Fiona no sabe cómo enfrentarse a la propuesta y, tras una amarga discusión, se niega a dar su consentimiento. Jack se va de casa y deja a Fiona encajando la situación y preguntándose por los próximos movimientos.

Nosotros nos quedamos dudando si será mejor apostar por un matrimonio sólido, que ya ha demostrado que funciona en muchos aspectos y que se enfrenta a un nuevo reto o, por el contrario, no hay que ceder ante proposiciones tan insolentes. El reto tampoco es muy disparatado, es fácil aceptar que la pasión no dura y que, sin embargo, es maravillosa y muy difícil resignarse a vivir sin ella. Así que, por un lado, piensas que Fiona debería mirar esta propuesta con amplitud de miras, con la mirada de alguien inteligente y razonable que sabe que está en juego algo de mucho más peso, que a lo mejor debería entender y asumir que la futura infidelidad puede ser algo esencial para Jack y trivial para su matrimonio. Y, por otro lado, podría ser que aceptar la propuesta abriera una puerta que no se sabe a dónde llevará pero que, de entrada, parece muy peligrosa y no tan fácil de domar.

Así empieza el libro, conocemos a una mujer compleja, brillante y rigurosa que ha alcanzado la plenitud del éxito profesional, que ha vivido cómodamente hasta esta fecha y que hasta el día en que Jack aparece con esta bomba, esperaba que su vida iba a ser templada, hermosa y previsible. Pero mientras sigues a Fiona en su vida personal, ella sigue trabajando y tomando decisiones importantes que van a cambiar la vida de muchas personas y que van a originar nuevos conflictos con los que no contabas.

Ian McEwan es un mago del suspense, no del suspense al estilo clásico en el sentido de temer al asesino, si no de aquel en el que el lector no sabe que tras la aparente calma inicial de una novela que podría parecer ligera e intimista, lentamente y por sorpresa se encuentra con una situación cada vez más angustiosa que le mantiene en vilo durante todo su desarrollo. Una novela en la que el autor va transformando la cotidianidad en la que parecía que se encontraban los protagonistas, en una auténtica pesadilla en la que esperas que el desenlace sea impactante y doloroso en algún sentido.

Esto es marca de la casa en casi todas las novelas de Ian McEwan. En algunas de ellas, el resultado es impecable como en Amor perdurable o en El placer del viajero que son novelas perfectamente esculpidas para no dar respiro y sí dejar huella. Otras perduran menos, pero todas comparten una prosa correcta y elegante, una disección detallada de la psicología de personajes sofisticados e interesantes y unas vidas ordinarias que son sorprendidas por un evento casual que las cambia para siempre.

En cierto sentido, las obras de McEwan recuerdan un poco al cine de Haneke, siempre dispuesto a dejarte con una sensación desasosegante que te hace moverte incómodo en el asiento. Por supuesto, McEwan no comparte tan abiertamente el manejo de la crueldad ni de la violencia del cineasta, pero sí llega un momento en el que, al igual que pasa al empezar una película de Haneke, sabes que cuando estás leyendo sus libros estás paseando por un sitio, como poco, peligroso.

Y además te manipula astutamente, te da carnaza para que te enganches, te relajes y creas saber por dónde van los tiros. Y cuando ya estás siguiendo la trama del libro, cuando ya crees que te mueves bien en el contexto creado, da un giro y te sorprende con un conflicto completamente imprevisible, posible y verosímil sí, pero impensable por lo alejado que te ha situado de la trama principal. Vaya, si seguimos con el cine, utiliza un recurso muy habitual de Hitchcock, como es la de comenzar sus obras con un McGuffin en toda regla.

La ley del menor es un libro que responde fielmente al estilo de su autor, un elegante y certero británico que te deja reflexionando sobre la responsabilidad y la libertad de nuestras acciones y las consecuencias que estas tienen sobre la vida de los demás. Un libro en el que caes en la trampa que te tiende McEwan y te metes en terreno minado. Y, además, lo disfrutas y te quedas esperando el siguiente. Menos mal que es muy productivo y nos hace regalos muy frecuentemente.

La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015

Colección de deseos para la librería de una amiga

Alfombra 39 (Razón integradora (1928-36) Razón armada (1936-37) Razón misericordiosa (1937-39) Razón mediadora (1940-56) Razón poética (1957 – ~)). Pintura acrílica sobre alfombra encontrada. 357×92 cm
©2009 Cristina Gómez Barrio

Es julio de 2015, Marta me pide una entrada para el blog concebido como preámbulo a la que ha de ser su nueva dedicación, una librería en Pontevedra. Me pongo a escribir durante un viaje entre España y Alemania, el salto geográfico me sumerge más en las vivencias surgidas de la crisis social y política en Europa – presentada por los medios como mera crisis financiera y económica -. Alumnas, alumnos, compañeros y compañeras de la Facultad de Bellas Artes de Stuttgart enuncian de formas diversas su desesperación ante las políticas neoliberales que impulsadas desde distintos puntos de Europa, pero en gran medida desde el gobierno de su país, ahogan la dimensión de lo público en toda Europa, también en su país. Aseguran que la forma en que se está informando sobre “lo que está ocurriendo en torno a Grecia” es completamente parcial y en gran medida mentira y avergonzante.

Relatan como pasan las horas nocturnas al ordenador a la búsqueda de información alternativa, y esta parecen ser la única forma posibel de acción. “Al menos empezar a entender qué está pasando, mientras nadie alrededor da signos de darse cuenta de lo que está ocurriendo”, dicen. El sentimiento descrito por todas estas interlocutoras, por todos estos interlocutores es el mismo: desesperación y parálisis. Las dismensiones en las cifras, en la magnitud de la crisis (enmarcada y acompañada por otras crisis de mayores magnitudes), la conciencia de los flujos transnacionales, … La escala abruma, los ojos hacen chirivitas, es paralizante. Tomo un café con la artista Maj Hasager, ella es la única que, optimista, parece haber encontrado una forma de reajustar la escala de estas dimensiones para no sentirse petrificada, para seguir pensando y produciendo lugares de imaginación y acción. Según ella la clave está en pensar en una escala distinta, hacerlos desde la perspectiva de la escala del tiempo. Creo que Maj se refiere a una sacudida cronológica en distintas direcciones: lo que hacemos como productores culturales parece puntual pero puede interrumpir temporalidades aparentemente más lógicas, lo que hacemos puede seguir latiendo para resurgir desde su latencia cuando hace falta – cuando ya estaba casi olvidado-, lo que materilizamos como intelectuales es lento y por tanto no podemos esperar un efecto inmediato.

Entonces el proyecto de Marta, una nueva librería en el mundo, se me dibuja como un contenedor de interrupciones, posibilidades de pensar y cambiar la lógica temporal neoliberal (de producción constante) en la que estamos inmersos. Claro que su plan, en tanto que negocio responde a cietos parámetros de esta lógica ¡quiero que Marta pueda comer, seguir teniendo su casa, viajar si quiere ver a su familia y a sus amigos, que los números salgan a final de año! Pero definitivamente una librería está llena de toda esa lentitud de todos sus libros, escritos lentamente para ser reescritos, colmados de pausas…

Aquí mis deseos para ese nuevo lugar.

Que el viento entre en tu librería.

Que tu librería tenga un patio con una sequoya y laberintos de bambú.

Que la encuentren todas y todos los que aman la lectura, para zambullirse en sus libros, para traer hasta aquí – de vuelta – a todos aquellos dragones que con el movimiento de su cola han sacudido a los crueles y con su fuego han conseguido mantener viva la llama.

Que las actividades de la librería te dejen tiempo suficiente para correr cada mañana por los bosques de eucalipto y pinos respirando el aire mezclado del mar.

Buenos vecinos, eso es muy importante; una tintorería de toda la vida, una heladería diminuta que sólo abre en verano, un estanco, una frutería con buen género, un teatro, una academia de artes plásticas, una tienda de electrónica con una dueña simpática y de gran disponibilidad, …

Que la conjunción “y” esté siempre en tu respuesta: “soy librera y científica”. (Ojalá tu espalda sea fuerte para cargar los libros, que tus hombros no se carguen por el trabajo administrativo al ordenador y tus articulaciones aguanten todas las cunclillas, las escaleras, las escaleritas).

Libros grandes, libros pequeños, libros de papel caro, barato, libros encarnados, libros gordos y flacos, raros, tristes, divertidos, libros amenos, libros que se te meten en el corazón, libros que tener al lado de la cama, libros para llevar de viaje, libros que te llevan de viaje, libros inmensos, libros horizonte… siempre asibles a dos manos. Libros-mesa, mesas-libro en torno a las que sentarse y negociar: todas nosotras por todas nosotras.

Que el peso de los libros y sus contenidos anclen esa intimidad distanciada, silenciosa, que significa el acompañar las elecciones de tus clientes habituales. Que los impulsos de los clientes ocasionales traigan las olas de un mar calmado y revividor. Que unos y otros compren lo suficiente para que puedas comer y seguir.

Textos, hipertextos, enlaces, saltos de los márgenes hacia fuera, notas al pie, papeles y la red; que todo ello se entrelace para dejar patente el origen textil de la escritura. Apelaciones tactiles para ampliar nuestras imaginaciones.

Que desde dentro de tu librería se vean los árboles inclinados por la tempestad, los remolinos de viento, la nieve, las sombras azul oscuro de los que pasan, las alfombras de Foucault, los cactus en flor, los incendios en las bibliotecas privadas y en las mentes de sus dueños (como decía Eugenia Butler “fire in the library, fire in the mind”).

Las primas o la parada de los monstruos

Las primas es una novela muy original y turbadora que ganó el Premio argentino de Nueva Novela Página/12 en el año 2007. La novela se presentó bajo el seudónimo de Beatriz Poltrinari pero detrás de él estaba Aurora Venturini con sus 85 años. Una activa peronista, que acababa de ganar un premio de Nueva Novela aunque llevase publicadas más de una treintena en editoriales pequeñas. Una mujer que había vivido en el Paris existencialista y compartido ratos con sus integrantes (Sartre, de Beauvoir, Camus, Greco). Aurora Venturini dice no sentir nada y no necesitar a nadie, como la protagonista de Las primas, pero principalmente a los hombres, a los que percibe como superfluos. Pero sí necesita sus viejas máquinas de escribir, sus letras. En una entrevista en la revista Radar, suplemento del periódico Página/12 que organizaba el concurso, Aurora Venturini dijo que este premio era muy importante para ella, ya que, según dijo: “Las primas soy yo”, recuperando la frase que se le atribuye a Flaubert sobre Madame Bovary –aunque parece que esto es una leyenda–. Y lo cierto es que cuesta mucho creerlo porque Las primas es una novela tan brutal que no puede (o no debería) ser otra cosa que producto de la imaginación.

En Las primas, la narradora nos cuenta la historia de su familia en la que quien más quien menos tiene una minusvalía. Empezando por ella, Yuna, que parece tener una especie de afasia que le impide expresarse adecuadamente. Por este problema con el lenguaje, hay párrafos enteros sin signos de puntuación, hay momentos en los que nos indica que ha usado el diccionario para encontrar las palabras: “…y así con otros aditamentos (diccionario) el asado estaría para chuparse los dedos y cuando dijo eso me recorrió una náusea (ídem)…” (pág. 103). Y momentos en los que tiene que dejar de escribir porque el esfuerzo la agota: “Descanso”.

Su hermana Betina está en mucho peor estado “…padecía un corcovo vertebral de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado…” (pág.13) y como no podía moverse o comer por sí sola, “…le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis.” (pág.19). Betina a ratos parece humana y presente, pero en general es una visión bastante lamentable: “Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos” (pág. 19). La descripción está hecha incluso con mimo si se compara con lo que Yuna es capaz de hacer en esa, su tierna infancia, con su hermana: “Cuando llegaban las horas de las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah..ah…ah…gemía la sucia infeliz” (pág.14).

Su madre, abandonada por su marido, tiene dos hermanas, la odiosa y virginal tía Nené y la tía Ingrazia que, para incrementar la frecuencia de esta dotación genética ya de por sí bastante torcida, se había casado con un primo. Y de esta unión tan poco recomendable, nacen dos hijas, Corina que además de estúpida tiene seis dedos en cada pie, y Petra que es enana (pero de tonta no tiene un pelo). Ese es el bagaje genético que manejan. Pero además y por si fuera poco, les suceden todo tipo de atrocidades ambientales: accidentes, violaciones de vecinos viejos, abortos que matan al niño y a la madre, pedófilos que actúan subrepticiamente hasta que el embarazo los evidencia, asesinatos para vengar afrentas… En menos de 200 páginas hay 8 muertes y la mayoría no son naturales.

Con este panorama que nos presenta una particular Parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) del campo argentino, el libro da un poco de miedo. De hecho, a veces el ambiente que transmite es tan asfixiante que recuerda (multiplicándolo por mil) al creado por Carmen Laforet en el piso de la calle Aribau por lo angustioso, violento y sórdido.

Y sin embargo, la autora consigue hacer que todo este catálogo de oprobios se digiera ligeramente e que incluso se disfrute. Una de las luces de esta novela tan oscura es el progreso de Yuna, que pasa de ser una observadora que sobrevive como puede dentro de su familia, a convertirse en responsable de su destino. Gracias al profesor Jose Camaleón, Yuna descubre su talento para la pintura. Este personaje viste fielmente su apellido. Al principio parece que va a ser un aliado de la protagonista, de la familia y del lector (que desde la primera página empieza a necesitar un respiro), pero a última hora nos traiciona a todos convirtiéndose en una de las mayores decepciones (que no la mayor, aún hay más). Pero hay que reconocerle que es el promotor de la Yuna-artista. La narradora, bella como una “chica modelo de Modigliani”, es capaz de dejar atrás sus defectos en el lenguaje con perseverancia. Tras años de uso, cada vez necesita menos el diccionario; su redacción se hace más fluida y necesita menos “descansos”. Pero además es capaz de domar su talento para la pintura y convertirse en artista reconocida y en profesora de Arte, es decir, ha sido capaz de sortear lo que prometía esta infancia y llegar a un nuevo punto de partida, con equipaje sí, pero con mejores perspectivas. La Yuna que va desarrollándose a lo largo de la novela augura un mejor horizonte. No se convierte solo en una espectadora lúcida de esa vida tan atroz. Participa, se escapa y se prepara para lo siguiente, sea lo que sea lo que venga. Que difícilmente puede ser peor que lo ya pasado. Lo que no consigue en ningún momento es enamorarse o sentir intensamente (la autora diseña a su personaje a su imagen y semejanza).

Otra de las razones por las que el libro no resulta tan espantoso como podría parecer con estos contenidos, es que la narradora es capaz de mirarlo todo con cierta distancia e incluso con humor (negro no, negrísimo). Yuna –¿Aurora?– no reflexiona o rabia o pena por su dramática historia, sino que la asume con naturalidad y la cuenta con sencillez, como si simplemente se tratase de un familia como cualquier otra con sus peculiaridades. Parece como si esta familia y sus impactos externos no fueran suficiente para amargarle el día. Por lo menos hasta el final del libro. Con la última ingratitud, se ve que tanta infamia acaba haciendo mella y vemos por primera vez en la novela la tristeza de Yuna.

Un libro sorprendente, muy particular y maravilloso. Un ejemplar claramente necesario en una «ciudad sitiada», como nos propone la elegante Editorial Caballo de Troya.

Las primas
Aurora Venturini
Caballo de Troya, 2007
Nada (Premio Nadal 1944)
Carmen Laforet
Destino Libro, 1992

Los Soprano: qué Tipos más Infames

El gran Gandolfini

Los Soprano es una de las mejores series de televisión de todos los tiempos, opinión compartida por público y crítica desde que se estrenó en 1999. Con Los Soprano la seducción es inmediata: es suficiente ver el primer capítulo para darse cuenta de que se está frente a una serie inteligente y sofisticada. Todos nos quedamos fascinados cuando vemos a un gánster grande y con pinta de perder rápidamente los nervios, que se desmaya cuando ve que los patos que han colonizado su piscina migran a climas más cálidos (o a piscinas de familias menos peligrosas, quien sabe). O quizás no todo el mundo, los muy sensibles a la violencia dejan de verla en ese mismo episodio, cuando ven a Tony Soprano enseñar de manera muy instructiva a su sobrino Christopher Moltisanti, cómo debe tratar a los que le deben dinero.

Cuando la aceptación es tan unánime e instantánea, suele tratarse de un producto capaz de hacernos conectar con algo muy nuestro, algo que si no universal, debe ser muy relevante por lo menos para el humano occidental. De hecho, esta conformidad entre crítica y público no es tan frecuente con todas las grandes series. Veamos, por ejemplo, las que comparten con Los Soprano el podio de la historia (podio 100% HBO) según el seriólogo Rodrigo Fresán: The Wire y A dos metros bajo tierra. The Wire que, probablemente, sí es la mejor serie a ojos de la crítica, no tuvo en su momento el mismo éxito de público (seguramente debido a que The Wire tiene una forma de contar la historia más arriesgada y menos cómoda para el espectador, que tiene que rellenar huecos no-narrados). Y aunque A dos metros bajo tierra tuvo una respuesta parecida a la de Los Soprano, hubo voces discrepantes dentro de la crítica.

Una de las principales razones por las que Los Soprano se ha convertido en una serie inmortal es su protagonista, James Gandolfini. Es una verdadera lástima que él no lo fuera y que, de hecho, se haya muerto tan joven –mala temporada para actores excepcionales: además de Gandolfini nos quedamos también demasiado pronto sin Phillip Seymour Hoffman. Parecía una maldición, algunos incluso llegamos a temer por Michael Caine, Joaquin Phoenix, o incluso por Kevin Spacey. No tanto por Ben Affleck o Nicholas Cage, parecía una maldición muy selectiva–. Gandolfini era un actor magnético, sutil, enorme y con una de las sonrisas más sexis que ha poblado la Tierra. Aunque hizo alguna otra cosa que merecía la pena como Amor a quemarropa (1993), o El hombre que nunca estuvo allí (2001), sin duda Tony Soprano fue su mejor papel. Qué pena que se muriese dejando como último trabajo La entrega (2014). Un fiasco de película basado en el libro de Dennis Lehane. Y Dennis Lehane sabe cómo entretener, pero éste, desde luego, no fue su mejor libro. De todas formas, no pasa nada, Gandolfini no necesitó tener mil grandes papeles. Tony Soprano fue suficiente para hacer historia.

Tony Soprano y sus ojos tristes.
Tony Soprano y su amor por Meadow.
Tony Soprano y su cinismo con la terapia.
Tony Soprano y cómo su ira vela su gran inteligencia.
Tony Soprano y sus problemas para adaptarse al rol de jefe.

Quiénes somos y de dónde venimos a través de una organización criminal, un barrio, una familia, un individuo

Lo que ha conseguido David Chase con esta serie es un producto increíble por muchos motivos. Chase crea un mundo hortera y violento dentro de la normalidad de los suburbios de New Jersey. Los Soprano nos enseñan cómo se vive dentro de una organización criminal, en la que la pasta está por encima de todo. Y no la de comer, que también tiene su hueco (incluso sin oler los ziti al horno de Carmela, se entiende que el padre Intintola casi se juegue el cielo). Las familias mafiosas están formadas por trabajadores que viven ajenos a la legislación y la ética del resto de ciudadanos, pero que sí respetan las reglas que establece su comunidad. Una comunidad que solo piensa en ganar dinero de manera ilegal –que no es siempre más fácil–. Pero lo realmente revolucionario de la serie es que elige una familia, la del jefe, para contarnos cómo este tipo de vida se cruza con la vida normal del barrio, de la ciudad. Cómo se elige universidad para los hijos, cómo se relacionan con los vecinos no mafiosos, cómo sus hijos crecen y se les rompe el corazón como al resto de los mortales, aunque no sean como el resto de los mortales. Es decir, además de la visión general de la mafia y su estructura, David Chase nos regala una mirada a mayor aumento que nos muestra el desarrollo de una familia en esas condiciones. Y no se queda ahí. De hecho, lo mejor de todo es que sigue aumentando la escala hasta que la fija en un individuo, el jefe, Tony Soprano, el gran Gandolfini. Un hombre que pelea consigo mismo para dar la talla o para fingir que la da y así mantener el orden del superorganismo que depende tanto de su estabilidad. Y así se exploran las turbulentas relaciones de Tony Soprano con el amor romántico (Carmela, perdónaLO, como dirían Les Luthiers, las mejores parejas se pelean y casi todas se persiguen con un hacha), con el sexo, con su visión de sí mismo, con la amistad, su relación con el pasado –¡qué madre! ¡qué actuación la de Nancy Marchand!– y con su futuro (su sobrino, el inseguro y siempre incomprendido Christopher). Y aunque no nos reconocemos en los aspectos concretos de sus vidas, no nos reconocemos en solucionar las cosas matando al enemigo a patadas, sí sabemos de qué habla David Chase. No somos ellos, pero no somos tan distintos. No somos Tony Soprano, pero entendemos muchos de los procesos por los que pasa este matón.

Metadona para superar el mono

Capítulo a capítulo vas entendiendo mejor cómo es la estructura del mundo mafioso y cómo sobreviven sus miembros en ella. Los entiendes y, a algunos personajes, los quieres cada vez más. No es fácil evitar el poder adictivo que tienen las series en general y las buenas en particular. Así que cuando se acaba el último capítulo de la última temporada, buscas como loco algo que aplaque la ansiedad.

Sobre esta serie se han escrito ríos de tinta, con lo que es relativamente fácil encontrar metadona. Lo primero a lo que me acerqué para seguir con Los Soprano un poco más, fue al libro de Errata Naturae, Los Soprano Forever. Antimanual de una serie de culto. Era la acción más sensata teniendo en cuenta que esta editorial tiene muchos y muy buenos libros para serie-adictos. Ya había probado los excepcionales The Wire: diez dosis de la mejor serie de la televisión y Teleshakespeare: el primero de un tirón en una noche y el segundo, tranquilamente, durante un verano.

Los Soprano Forever contiene artículos estupendos como el de Noël Carrol o el demasiado breve de Rodrigo Fresán, pero incluso con ellos, esta vez, Errata Naturae fue necesaria pero no suficiente. Así que me tuve que acercar a una de mis librerías de cabecera, Tipos Infames, para ver si tenían alguna sugerencia. Y como casi siempre, la tenían. Me ofrecieron, Honrarás a tu padre de Gay Talese, Alfaguara, que cuenta la historia real de los Bonnano, una de las cinco grandes familias de la mafia siciliana que gobernaron el crimen organizado en Nueva York desde los años 60. Parece que David Chase se inspiró en esta familia para hacer Los Soprano. El libro es un trabajo periodístico detallado, que principalmente investiga la ascensión y caída de Bill Bonnano, de manera muy respetuosa con sus protagonistas (muchos de ellos aún vivos y en activo). Y te pone los pelos de punta ver (de nuevo) que los mafiosos no son tan diferentes. Y sorprende encontrar que los estragos de sus acciones están magnificados por la prensa –Gay Talese fue amigo de Bonnano hijo casi hasta su muerte, así que no sé si su visión suavizada de la vida mafiosa es creíble o no–. Un libro estupendo que redondea la sensación dejada por la serie. Así que de nuevo, los libreros de Tipos Infames fueron capaces de dar con lo que yo necesitaba en ese momento.

Tipos Infames es un sitio muy bonito en pleno barrio de Malasaña (Madrid), donde te puedes tomar un buen vino mientras compras, o echas un vistazo tranquilo a libros muy bien elegidos. Esto está muy bien, pero lo más importante es que sus libreros son excelentes y trabajan mucho para regalarte estupendas recomendaciones (por cierto, los lectores deberíamos reconocer el trabajo de las buenas librerías y comprar los libros a quienes nos los presentan y no a los que solo nos lo ponen más cómodo o un poco más barato; o nos quedaremos sin ellas). No sé si los Infames lo saben todo, de hecho (y eso es otra cosa que me gusta mucho de ellos), parece que no y que no pasa nada. Hablan de lo que saben (que es mucho) con respeto y sencillez. Y ya no sé ni cuántos autores y obras me han descubierto (muchas de las entradas de este blog procederán de sus recomendaciones). Y alguna de ellas ha sido todo un descubrimiento (por ejemplo, Un viaje a la India de Gonçalo Tavares, en Seix Barral, ¿de qué galaxia eres Gonçalo?).

Momentos estelares de la serie

Pero bueno, estábamos en Los Soprano y en las ganas que tenía yo de hablar con alguien sobre varias cosas que me impresionaron. Como la fascinante hipocresía de Carmela, la santa de la serie, la sufridora, que no es consciente de sus procesos -por ejemplo, cómo manipula al profesor de su hijo con sexo-. O momentos que no entendí, como la muerte de Renata, la mujer de Hesh ¿la envenena Tony Soprano para vengarse de lo que debe a Hesh? O ¿simplemente coincide en el tiempo y Tony aprovecha el dolor de su amigo para devolverle el dinero y recuperar su sensación de mayor estatus? No sé qué sería más cruel de las dos alternativas.

O incluso discutir momentos que se entendían perfectamente pero que, para mi cabreo, te explicaban temporadas más tarde: la traición de Chris a Adriana o “me-quedo-con-Tony-antes-que-contigo-que-ni-siquiera-puedes-tener-hijos”. ¿Quién tuvo la brillante idea de explicarlo después? ¿Es el mismo director del capítulo que, torturado por sus amigos con que “no se entendió” decidió aprovechar otra oportunidad?

O gozar recreando capítulos como el de Pauli y Chris perdidos en el bosque nevado, al más puro estilo cine de los Cohen (inevitable analogía que Rodrigo Fresán hace en el libro de Errata Naturae). O el tensísimo capítulo en el que Tony y Carmela pasan el cumpleaños de Tony en casa de su hermana y su cuñado Bobby.

Pero no he podido hacer nada de esto, porque la vi a destiempo. Las series hay que verlas, leerlas y comentarlas con otros fanáticos en el momento, porque los detalles se olvidan pronto y el placer, cuando se comparte, es mayor.

Tal vez, otro día, en otra entrada, compartamos algunos de los grandes momentos de esta serie, que alguno más hay ;-)… total, son solo 86 episodios.

LECTURAS MENCIONADAS
Los Soprano Forever. Antimanual de una serie de culto
V.V.A.A. (Fernando Castro Flórez, Ignacio Castro Rey, Iván de los Ríos, Rodrigo Fresán, Fernando R. Lafuente)
Errata Naturae, 2009
The Wire: 10 dosis de la mejor serie de la televisión
V.V.A.A. (David Simon, George Pelecanos, Rodrigo Fresán, Nick Hornby, Jorge Carrión, Iván de los Ríos, Marc Pastor, Margaret Talbot, Marc Caellas, Sophie Fuggle)
Errata Naturae, 2009
Teleshakespeare
Jorge Carrión
Errata Naturae, 2011
Honrarás a tu padre
Gay Talese
Alfaguara, 2011
La entrega
Denis Lehane
Salamandra, 2014
Un viaje a la India
Gonzalo Tavares
Seix Barral, 2014