
Vivimos en unos tiempos en los que la integridad está muy desprestigiada. Sé que suena apocalíptico y que, probablemente, este mundo de ahora no es tan distinto de los de antes. Casi seguro que esta primera frase es solo un indicador de que empiezo a no reconocer el mundo en el que vivo, vaya, que empiezo a envejecer. Así que lo que debería decir es que la integridad es un concepto que se ha valorado siempre de forma muy parecida, en general muy poco. Todos somos capaces de identificar compañeros o conocidos (pocas veces amigos, si no no lo serían) que tienen como metas valores que no entendemos en absoluto, personas que confunden la posición y el éxito con el desarrollo personal, que necesitan recompensas basadas en la cantidad por encima de la calidad. Personas con metas que no tienen que ver con proyectos personales concretos, sino con el éxito en general; éxito medido como número de personas a las que les gustas, influencia que tienes o dinero que ganas. De hecho, eso es uno de los «grandes valores» que caracteriza (y promueve) la era en la que vivimos: productividad, números, eficiencia, conseguir objetivos, cerrar temas, ser ejecutivo.
Y todos podemos estar de acuerdo en que ser productivo es algo positivo, y que sin un poco de ese sentido práctico se echan a perder vidas muy prometedoras. Vidas de muchos artistas que son incapaces de domar sus deseos y no pueden vivir como quieren. Vidas de maravillosos escritores que no consiguen apostar por hacer lo que más les gusta. Vidas de los que sí lo intentaron un poco y fallaron mucho –porque, no nos engañemos, intentarlo no es garantía de éxito, por mucho que se nos venda a la menor ocasión; “Querer es poder”, es un refrán peligrosísimo–. Pero tener como principal objetivo ser productivo o exitoso, escama mucho y devalúa al que lo luce.
Así que es refrescante encontrar un libro como Erratas, diario de un editor incorregible en el que el autor, Marco Cassini, nos deja la sensación, muy agradable, de que hay gente que sí tiene un proyecto propio, no basado en conseguir ese tipo de éxito, sino un proyecto que está basado en unos principios que no se salta tan fácilmente. Un proyecto que incluso podría ser nocivo para alcanzar objetivos comerciales, y sin embargo –y esto es lo mejor de todo– se puede sobrevivir con él en este mundo.
El libro es un diario en el que escribe una vez al mes durante un año y en cada capítulo reflexiona sobre la profesión de editor. Empieza con un primer capítulo divertidísimo, en el que nos cuenta cómo descubre que le invaden unos granos por todo el cuerpo, que no son otra cosa que su respuesta al estrés diario –situación que recuerda mucho a la que narraba otro italiano muy ingenioso, Nanni Moretti, en Caro Diario, aunque en este caso acababa mal–. Parece ser que la idea romántica con la que empezó sus andanzas en esta profesión –estar todo el día rodeado de manuscritos y autores–, se fue convirtiendo en una realidad muy distinta –reuniones, análisis de la situación económica, ventas, dinero–, una realidad que además le consume todo el día y con la que, como mucho, consigue sobrevivir de milagro. Esta sensación tan incómoda le hace preguntarse, a lo largo de los distintos capítulos, por qué eligió esa profesión, qué esperaba y qué es en realidad.
Este primer capítulo es toda una declaración de intenciones y marca el tono del resto del libro: el editor se va a quejar con elegancia y humor tanto de los inconvenientes de la profesión en sí misma, como de la interpretación que hacen los demás de ella; pero, a pesar de todo, acaba pensando que está haciendo lo que quiere hacer y que lo hace correctamente, sin proselitismo, sin autocompasión ni autocomplacencia. De manera sencilla, honesta. Y también con mucha gracia, como cuando el oculista le da la noticia de que debe llevar gafas solo para leer y para trabajar en el ordenador: “Todo un alivio, ya que en la práctica me permito al menos no ponérmelas cuando duermo” (pág. 10); o cuando los médicos que están diagnosticándole estrés, le pasan varios manuscritos para que les dé “solo una opinión”. Una opinión que es precisamente lo que está esperando él de ellos: “[…] no hubo curación, ni diagnóstico esclarecedor, ni certeza terapéutica, ni hallazgo clínicamente probado. En cambio, me llevé a casa dos novelas, una colección de cuentos y otra de poemas” (pág. 12).
Erratas es además muy interesante para los que nos gustan los libros, ya que nos permite fisgonear en esta profesión y recordar que este oficio no es solo corregir manuscritos, diseñar una portada y llevarlos a imprimir, sino que sobre todo es eso que los médicos le pedían sin ninguna consideración, sobre todo es dar una opinión. Elegir entre los miles de manuscritos que les llegan, qué merece llegar al público general –o mejor dicho, al público al que se dirigen–, qué es mejor dejar de lado –maravilloso el pie de página explicando qué es un libro fácil y por qué no hay que publicarlo–, y qué obra es tan increíble que esta editorial le queda pequeña –admirable ejercicio de responsabilidad y de integridad: eres demasiado bueno para mí–.
Lo más relevante del libro es que, tras el análisis en el que vemos que ser editor no es lo que él esperaba, a pesar de que se pasa mucho más tiempo con números que con letras y a pesar de todo ese trabajo brutal para mantenerse a flote, revisa su colección de libros, revisa su proyecto y se siente satisfecho. Cada uno de sus libros forma parte de un cuerpo articulado y de todos se ha enamorado, hayan tenido más o menos éxito. El trabajo ha merecido la pena, su tiempo en otras labores solo indirectamente relacionadas con el manuscrito, ha merecido la pena. Es distinto de cómo lo imaginaba pero sigue siendo una buena elección.
Y es muy llamativo que la editorial que creó entonces, Mínimum fax, nació en el panorama italiano de 1994. Año en el que Italia “[…] desde el punto de vista de la libertad de prensa y de opinión, se convertía en un país del Tercer Mundo” (debido a la concentración editorial, a la concentración de los medios de comunicación, a la primera llegada al poder de Berlusconi…). Mínimum fax nació, creció, en cierto sentido se reprodujo, y no tiene ninguna pinta de ir a morirse. Una editorial que empezó con una propuesta cultural personal, que se mantuvo fiel a su idea, a pesar de las exigencias del mercado, y que ha encontrado su modo de sobrevivir al lado de monstruos. Viable e íntegra. Y esto no es exclusivo de esta editorial; Impedimenta es otra muestra de editorial con principios; por ejemplo, en su biografía ilustrada de Virginia Woolf (de Michèle Gazier/Bernard Ciccolini), recomienda las obras de la autora aunque todas pertenezcan a otras editoriales. Y muchas otras que presentan un catálogo muy particular que no parece elegido para enriquecerse (Minúscula, Sexto Piso, Errata Naturae, Periférica, Nórdica Libros, Trama Editorial, Rayo Verde, Pálido Fuego, Libros del Asteroide, Elba…). Y lo curioso (y estupendo), es que hay lectores que las avalan. Y eso hace pensar que el mundo en el que a algunos nos gustaría vivir no es tan pequeño como a veces pensamos.
