De alguna manera, este tipo de moléculas orgánicas elementales que existían en aquellos remotos tiempos quedaron encerradas en pequeñas microesferas que dieron lugar a las protocélulas. Lógicamente nadie estaba allí para testificar los días de autos, pero el proceso debió de ser algo semejante a lo descrito (y observado por Miller y Urey) en la antigua Tierra de altas temperaturas y clima desapacible.
Por supuesto habría sido cuestión de poco tiempo que esas protocélulas hubieran acabado agotándose y degradándose en aquel clima intempestivo, si no hubiesen adquirido la capacidad y la tendencia de copiarse, de reproducirse. Desde entonces ha habido una serie de unidades que han ido dejando copias de sí mismas y desapareciendo tras ello, en una cadena que nunca se ha roto. En todo momento alguna de estas formas de vida ha dejado copias, descendientes con ganas de seguir copiándose, para nuestro alborozo. En otros momentos de la historia pudieron surgir otras protocélulas, pero si no tenían afán por copiarse nosotros no venimos de ellas. Copia con modificación, el secreto de la vida, que esto no pare. En resumidas cuentas, así quedaría sintetizada la historia de la vida y por eso le damos inconscientemente tanta importancia a la reproducción.
Es una gran noticia saber tanto como conocemos hoy en día sobre el origen y evolución de la vida, pero a los que estudiamos y analizamos los mecanismos de la Evolución nos contraría no verla en acción. Pasan las generaciones sin que nazcan niños con tentáculos… ¿qué pasa aquí? ¿Cómo hemos llegado de protocélulas a dentistas o a pilotos de Fórmula 1?
La respuesta es la mutación, aquella mutación que fortuitamente crea novedades más útiles que lo pre-existente. Pero más allá de la mutación, seguramente lo más complejo de entender del proceso de la Evolución es lo más sencillo: el papel del tiempo. Para que ocurran los cambios que han llevado desde la microsfera, protocélula o célula primitiva, hasta un hombre hecho y derecho a golpe de mutaciones, ha pasado muchísimo tiempo. Se han invertido miles de millones de generaciones. A nuestra cabeza adaptada a una vida de comer, dormir y reproducirse le resulta mucho más difícil comprender cuánto tiempo lleva la vida en marcha, que entender que si duermes se te quita el sueño, o que si tocas el fuego te quemas y duele (que es el tipo de reto adecuado para nuestro cerebro). Comprender que la vida empezó hace 3.500 millones de años resulta tan poco intuitivo como tratar de valorar una fortuna de 60.000.000.000 millones de euros que, evidentemente es mucho dinero, pero ¿eso vale para comprar todos los chicles que hay en la Tierra? ¿Cuántos chicles son esos? ¿Un barco lleno? ¿Dos barcos? ¿Todo el suelo de París lleno de chicles? Ni tanto chicle, ni el tamaño del universo, ni el tiempo que hace que existen las células, son conceptos fáciles de razonar con un cerebro humano, que bastante tiene con saber distinguir algunas de las plantas venenosas de las comestibles. Hay ciertas dimensiones que nuestra cabecita no es capaz de abarcar, y no tenemos más que nuestra cabecita para entender la vida.
Existe una analogía frecuentemente utilizada para ofrecer una idea de la larguísima duración de la historia de la vida, que compara ésta con la duración de un año. Ofrece una idea del tiempo que ha tenido la Evolución para “experimentar” y de la insignificancia de la existencia del ser humano. Pero aprovechando una circunstancia que a muchos embriaga de placer, a continuación se expone una novedosa analogía diseñada con el mismo fin:
En la final del mundial de fútbol de Sudáfrica 2010 (España 1- Holanda 0) el árbitro pitó el final del encuentro en el minuto 122, en la prórroga. Si la vida hubiera comenzado en el minuto 1 de la primera parte, haciendo coincidir el pitido inicial con la aparición de los primeros organismos (estromatolitos y cosas así), hasta el minuto 10 de la segunda parte no aparecerían los primeros seres pluricelulares (sólo habría bacterias y algas unicelulares), y hasta 30 segundos antes de que acabase la primera parte de la prórroga no aparecerían los primeros antepasados de los peces (es decir, mucho después de que acabase el tiempo reglamentario y empezase el tiempo extra)(1).
Ya con los nervios destrozados, en el minuto 3 de la segunda parte de la prórroga aparecerían las plantas terrestres y los anfibios, los reptiles en el minuto 6 y 30 segundos de la segunda parte de la prórroga, los mamíferos aparecieron en el minuto 115, y un minuto después marca Iniesta el gol que daría el título al combinado español. Ya en el tiempo de descuento del partido, en el minuto 120 y 18 segundos aparecerían los Prosimios, 10 segundos antes de que pitase el árbitro el final del partido, en el 121 y 50 segundos, aparecería nuestro antepasado lejano, el Australopithecus (el primero que se parece ya algo al ser humano), y 4 segundos después, el Homo habilis. Cuando el colegiado ya ha consultado su reloj y quedan menos de 2 segundos para pitar, aparece el Homo erectus, el primero que salió de África. Pero todavía no hay rastro de nuestra especie. Tan sólo 3 décimas de segundo antes de que pite el árbitro, cuando ya tiene el silbato en los labios y los pulmones hinchados, cuando Holanda se desmorona y el público ya ha captado el indicio que supone que el mundial termina, entonces aparece el Homo sapiens, nuestro antepasado de hace 150.000 años. No hay tiempo en esta analogía para que tenga sentido hablar de culturas primitivas ni desarrolladas, Paleolítico, Neolítico, Sumerios, Egipto, Grecia, Roma… todo se mezcla ya con el sonido del silbato (2).
Otra breve analogía alternativa para los amantes del baloncesto:
Si un partido de baloncesto dura 4 cuartos de 10 minutos a reloj parado, y la vida empezó en el saque de centro con el salto de los dos pívots, el ser humano apareció cuando al partido le quedaba una décima de segundo. Es decir, cuando el perímetro del tablero ya se había iluminado en rojo, cuando se ha consumido el 90% del último segundo y un jugador ya ha lanzado desesperadamente desde su propio campo la bola para intentar una “milagrosa” última canasta, cuando más vale que ya esté tocando tablero o aro ese balón, o ya será demasiado tarde para que suba al electrónico. En ese momento aparecería el Homo sapiens. El mismo ser que pretende entender todo lo que ha pasado antes.
Además de remover las sensaciones vividas aquel 11 de Julio de 2010, quizá la analogía pueda dar respuesta a algunas de las inquietudes que surgen cuando nos preguntamos por qué no vemos evolucionar en la ridícula duración de nuestras vidas. Aun así, aparte de ser testigos de los productos de la Evolución, podemos ser testigos de pequeños cambios en nuestra propia especie, como son las características de cada etnia, en cuanto a color de piel, forma del cráneo, distribución de grasas, etcétera, que apenas han tenido los segundos finales del partido para aparecer. Pero más que hablar del ser humano, es interesante comprender cómo las mutaciones beneficiosas han dispuesto de mucho tiempo para dar lugar a todo lo que subsiste (y a lo que ha desaparecido). Otro detalle que también es interesante valorar, es el hecho de que mientras algunos de los descendientes de los primeros seres vivos acumulaban cambios y daban lugar a nuevos organismos, otros permanecían parecidos a sus antepasados. Porque la aparición de nuevas especies no implica la desaparición de las anteriores. Hubo un momento en que todos los individuos de la Tierra eran bacterias arcaicas, y a lo largo de generaciones los hijos de algunas de ellas dieron lugar a bacterias levemente modificadas, pero otros siguieron teniendo descendencia sin modificación. Dado que todas las especies provenimos de antiguos organismos unicelulares, es obvio pensar que las bacterias han cambiado menos en el mismo tiempo que los antepasados de los animales y las plantas. Por ejemplo, un tipo de bacterias llamadas “de las chimeneas de azufre” (black smokers) son prácticamente iguales desde hace unos 1.500 millones de años. Algunas de estas especies, normalmente consideradas poco evolucionadas, deberían recibir el prestigioso premio a las más adaptadas. Porque tendremos que cambiar mucho las cosas para que una especie como la nuestra, que presume de ser lo más alto de la gama, dure más de dos minutos de partido.
Me ha encantado la comparación con el partido.
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